Tres hermanos huérfanos
Su madre murió muy joven. Con 45 años. Un cáncer la aniquiló en seis meses. Y los tres hijos tuvieron que buscarse la vida porque su padre se desentendió de ellos y desapareció de sus vidas. La relación con él nunca había sido buena. Antonia tuvo a Paco, el primogénito, muy joven, con veinte años. Se llevaban muy poco y se querían mucho. Esto despertaba los celos incomprensibles del padre. “La relación siempre fue mala. Yo me fui de mi casa con 17 años porque pensaba que el conflicto familiar se podía solucionar así. Soy el mayor y mi padre era lo que hoy se llamaría un maltratador psicológico. Jamás le puso la mano encima. Al contrario, mi madre alguna vez, cuando llegaba más borracho de la cuenta, le soltaba un cachete. Pero mi padre era un celoso patológico. Sobre todo conmigo, que era el mayor y me llevaba tan poco con mi madre. Yo estaba con ella en la cocina, sonaba la puerta de casa y notaba cómo se tensaba inmediatamente. Entonces tenía diez años y no lo entendía. Con 17 años, por no enfrentarme a mi padre, decidí irme y me marché a casa de mis abuelos maternos”.
Los abuelos, Germán y Encarna, fueron fundamentales en la vida de los tres hermanos Solaz. Ellos fueron el andamio que sujetó a la familia cuando se quedaron huérfanos tras la muerte de la madre y la desaparición del padre. “Nos quedamos en el piso familiar. Mi hermano Carlos era jugador profesional de pelota valenciana y ya era independiente. Y a Cristina, que es la pequeña, con la que me llevo siete años, la fuimos ayudando. Ella quería estudiar y hacer carrera y económicamente la ayudamos, con el apoyo siempre presente de nuestros abuelos, que nos acompañaron hasta el final y afortunadamente vivieron hasta los 93 años”.
Sus padres provenían de la comarca de Los Serranos. Él, de Higueruelas; ella, de Andilla. Y vivían en València en la avenida de Burjassot, frente a Bombas Gens. El padre insistió mucho en que Paco estudiara. El chaval ya trabajaba y hacía el esfuerzo de ir al instituto nocturno, pero aguantó dos años. “Iba en una Vespino y, por la noche, me quedaba dormido en los semáforos. En segundo de BUP lo dejé”. Los tiempos han cambiado y, desde que empezó en la charcutería en 1990, Paco ha notado que todo es distinto. “La formación es muy importante, pero antes un trabajador era un ciudadano de segunda y socialmente estaba por debajo de un médico o un arquitecto. Hoy, si tienes un buen oficio, te ganas la vida en las mismas condiciones”.
Muchas personalidades han pasado por su mostrador en busca de alguna de sus exquisiteces. En 33 años, a Paco le ha dado tiempo a conocer a las madres, a los hijos y a los nietos. “Aquí, además, he conocido a lo más importante de València. La gente potente pasa por el Mercado Central y tenemos a grandes clientes”.
Paco, que es un comerciante puro con un gran instinto, se quita todo el mérito del éxito de su negocio. “Soy absolutamente consciente de que no somos nada. A nosotros nos ampara estar en el Mercado Central. La gente nos dice que lo hacemos muy bien, y yo les digo que podemos ser hasta guapos, si quieres, pero en la calle estaríamos sufriendo, no estaríamos seis personas trabajando. Eso es posible porque estamos bajo el paraguas del Mercado Central, que es una institución muy importante en la sociedad valenciana. Tiene una fuerza social tremenda en esta ciudad. Esto ha sido espacio comercial, incluso antes de este edificio -está a un lustro del centenario-, durante siglos. Todos los turistas, vengan de donde vengan, pasan por aquí y comercialmente es una referencia. El Mercado Central siempre se asocia a calidad”.
Cuatro generaciones de comerciantes
El tendero, además de vendedor, también es comprador. Paco Solaz es cliente del Mercado Central, pero también de Mercadona o Consum. Igual que Juan Roig, el dueño de Mercadona, que también es cliente de Solaz. El empresario le comentó una vez que se lo ponían muy fácil, que cerrando por la tarde cedían todo el tramo de la tarde a las grandes superficies. “Hace cuatro meses se acercó a ver la iglesia de los Santos Juanes con Hortensia, su mujer, y luego se pasó por aquí. Yo estaba en una esquina deshuesando y me dijo: ‘Hey, tú, sobrassà, encara atens?’. Levanté la cabeza y les vi. Entonces le expliqué que claro que atendía. Y les gasté una broma: ‘Atiendo, no como tú’. Juan me replicó: ‘¿Tú sabes que yo también soy tendero?’. Me hizo gracia”.
El dueño de Solaz se levanta cada día a las cuatro de la mañana. Se ducha, desayuna y se va al Mercado Central a colocar los productos en el mostrador para que esté todo listo a las siete y media, cuando abren las puertas. A las tres cierran, recogen y se van. Por la noche se acuesta a las diez y no se duerme hasta las doce o la una. “Mi hijo Curro me dice que estoy loco. Pero yo todavía tengo la esperanza de que Martina, la pequeña, continúe con el apellido. Con estas condiciones, está claro que no, pero con un horario más cómodo, igual sí”.
La ilusión por mantener vigente el apellido viene de lejos. Porque su abuelo y su bisabuelo paternos eran colmeneros. Dos profesionales que movían las colmenas por Aragón en carro y caballo. Luego, cuando recogían la cosecha, venían a venderla a València. Aún no existía el Mercado Central, claro, hace más de cien años, pero vendían la miel en esta misma plaza. “Por eso digo que los Solaz siempre hemos estado vinculados al comercio y a este espacio de la ciudad. Por eso me gustaría que uno de mis hijos continuara con esto. Uno de mis dos sobrinos, Iker, es muy vital, muy Solaz, pero tiene siete años… La semana pasada yo estaba de vacaciones. Cris (su hermana) estaba haciendo bocadillos y esto estaba lleno de turistas, y el chaval, que estaba dentro, donde estaban los bocadillos, decía: ‘Chavales, venga, cortad más jamón. Id a por pan’. ¡Con siete años! Eso sí, tengo claro que en las condiciones que yo trabajo, nadie querría seguir. Pero creo que esto se puede llevar igual de bien de otra manera. Yo no porque no soy capaz y ahora no voy a aprender. Sólo sé madrugar, estar encima del negocio, atento con los clientes…”.
A pesar de levantarse a las cuatro, Paco tenía la costumbre de responder a los hosteleros al instante. El dueño de un restaurante le mandaba un mensaje por la noche, cuando cerraba a la una o las dos de la madrugada, para que el charcutero le contestara al día siguiente cuando estimase oportuno, pero Paco, de sueño ligero, veía que se encendía el móvil y respondía al instante. Su mujer le dijo que si seguía así que se buscara a otra, y ha dejado de hacerlo. “Hace muchos años que no duermo más de tres o cuatro horas. Y no duermo siesta. No lo he hecho nunca”. Las tardes las dedica al deporte. A correr, a caminar, al gimnasio. Siempre le ha gustado. De pequeño, el fútbol, y de mayor, la carrera a pie. Primero los maratones y después las carreras de montaña, los trails. “Tengo 56 años y sigo haciendo deporte como si tuviera 20. Ayer estuve con Ricard Camarena, que es como un hermano para mí y corremos todos los festivos, y hoy estoy desecho. Ricard es un hombre muy fuerte. Nos gusta correr juntos y a mí me sirve de terapia, tanto correr por la montaña como estar con él, que es una persona excepcional. También suele venir Carlos Sánchez, que es mi mejor amigo y un gran corredor”.
Su hermano y la ELA
A lo largo de los años han caído 22 maratones o carreras de montaña de más de cuarenta kilómetros. Berlín, París, Madrid… Y por supuesto València, que tiene un maratón de primera fila. Ahora ya no los prepara como antes. Sólo con lo que hace en la montaña todas las semanas, le vale. Y luego tiene otra norma: la víspera del Maratón de Valencia, cuando sale de trabajar, se deja preparada la ropa con el dorsal y al día siguiente, si se levanta con ganas, se viste y se va a la salida. “Siempre me he ido a correr, salvo el año pasado. El año pasado acababa de morir mi hermano Carlos, con el que he corrido seis maratones, y no me vi con ánimo. Ese día me fui con mi hija a ver la salida y luego la carrera casi hasta el último y la verdad es que es un espectáculo impresionante”.
Su hermano Carlos Solaz, que era empresario y había sido un destacado ‘mitger’ en el mundo profesional de la pilota, murió el 10 de agosto de 2022. Unos meses atrás le habían diagnosticado ELA. La gente asocia esta enfermedad al más lento declinar de Unzué, el mediático entrenador y jugador de fútbol que lleva años hablando de la esclerosis lateral amiotrófica. El portero anunció que tenía esta enfermedad degenerativa en 2020 y aún sigue comentando partidos de fútbol. Carlos Solaz sufrió una degeneración mucho más violenta y en unos pocos meses ya era dependiente. Un palo tremendo para una familia tan unida desde que tuvieron que salir adelante sin sus padres.
Paco, un tipo fuerte, vital, nervioso, se ablanda de golpe. La cara se le contrae y, de repente, parece otro hombre: más viejo, más débil, mucho más vulnerable. “Eso fue una tragedia. Mucho más duro que la muerte de mi madre. Carlos ha sido el hombre de mi vida. El 10 de agosto hizo un año. Era un buen hombre. Alguien con carácter, que no hacía juicios de valor, íntegro, valiente… Yo sabía lo bueno que era, pero me he dado cuenta después, con lo que me ha ido llegando, y con la enfermedad, que es muy dura, la más dura, muy denigrante. Te impide cualquier cosa y en una persona como él, que era puro nervio, fue muy duro. Fue muy valiente porque llevó la enfermedad con mucha dignidad y mucha valentía, y fue él quien decidió acabar con su vida en el momento que consideró oportuno. La eutanasia, por suerte, te permite decidir, si estás bien mentalmente, sobre tu vida. No entiendo que pueda haber debate sobre esto. Carlos era donante de órganos y estuvo obsesionado hasta el final con esto. Por eso decidió acabar cuando acabó. Ese momento fue muy intenso para nosotros, pero fue el final esperado por él, yéndose con su última voluntad, hacer el bien y que hoy haya gente por ahí con sus órganos”.