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23-F y los tanques que hicieron temblar València

28/05/2017 - 

VALÈNCIA. Tempus fugit. Y tanto. Hace ya más de tres décadas y media del golpe de estado del 23 de febrero de 1981 que intentó descabezar la frágil democracia que se abría paso en España. Al margen de cuestiones por esclarecer, aquellas horas de pavor tienen dos iconos gráficos: Tejero, pistolón en mano, en el Congreso; y los tanques en las calles de València. Si buscan en google “23 F tanques” les saldrá en primer lugar el vídeo de los carros de combate circulando por la avenida del Puerto. ¿Quién tuvo el coraje, en un momento como aquél, de grabar las imágenes en un tiempo sin móviles y sin apenas cámaras de vídeo?

Era lunes 23 de febrero por la tarde y estábamos en los Juniors del Rosario, después de clase. El colegio Hogar estaba y está adyacente a la iglesia. Los otros chicos nos metían el miedo en el cuerpo con que estaba construído sobre los terrenos del antiguo cementerio parroquial. Con los años he sabido que era cierto, que existió hasta finales del XIX. Me gustaban los Juniors, ir de campamento y dormir en tiendas. Y contar historias de terror junto al fuego, en medio de la montaña. Como la de un colegio sobre un antiguo cementerio, como la del 23 F.

El golpe de estado y una luz cenital de fin del mundo

La noticia del asalto al Congreso corrió como la pólvora. Estábamos enderezando piquetas cuando uno de los monitores se acercó y nos envió a casa sin más explicación. Nuestros padres ya nos contarían que había pasado. Salimos por la callejuela de la maestra Pilar Hernández, a la sombra del campanario. Había una luz cenital, como de fin del mundo. Alguien me explicó tras el fracaso del golpe que los Juniors no caíamos bien a los franquistas, pero no acabé de entender el porqué. Tenía once años, tres más que la edad a la que Truman Capote decidió que sería escritor.

Al llegar a casa, mi madre estaba cosiendo a máquina con la radio puesta, preocupada. Mi padre llegó después y trató de tranquilizarnos. Yo me puse a jugar a fútbol de botones con mi hermano Míchel y me olvidé del asunto, hasta que el suelo empezó a temblar. Una columna de carros de combate de la división Maestrazgo avanzaba por la avenida del puerto para controlar los iconos del poder político en la ciudad. La “operación Turia”, con el sublevado Jaime Milans del Bosch al frente, pretendía dar un golpe de efecto que convenciera de la adhesión al resto de regiones militares. En casa nos miramos con congoja.

El asalto de TVE-Aitana

Un poco antes de que todo empezara, Aníbal Giménez Rizo, uno de los responsables técnicos de Aitana, estaba en sus dominios del centro territorial de TVE en Valencia, rodeado de viejas cámaras, cintas y montones de cables bien ordenados, charlando de su trabajo, que era también su pasión, con Emilio Sandín, un compañero de Madrid, de visita en València. El laboratorio técnico tenía acceso directo a la calle y, de hecho, se utilizaba para cargar y descargar, pero también para ir a por tabaco o a almorzar y evitar la puerta principal que parecía la de una fortaleza. Fuera se encontraron a un vecino que les preguntó por el golpe de estado. Quedaron boquiabiertos. A Aníbal le entró “ese tembleque que se siente pocas veces en la vida; sólo cuando percibes que un suceso histórico está teniendo lugar cerca de ti”.


Aníbal y Sandín entraron a toda prisa, conectaron los televisores y constataron que el golpe era un hecho. Gracias a la audacia del càmara Pedro Francisco Martín se grabó el asalto al Congreso, cuyas imágenes dieron la vuelta al mundo. Pedro Domecq –así lo conocían los amigos, por la petaca que siempre llevaba consigo– era un gran profesional y tuvo la sangre fría de apagar el monitor para que nadie notara que la cámara seguía emitiendo por el circuito interno de TVE. Son las imágenes que todos vimos. Hasta que los alcistas tomaron Prado del Rey. Poco después llegaron a Aitana. El control de los centros de televisión era decisivo para el éxito de la siniestra empresa.

El militar de graduación, con media docena de soldados de reemplazo, envió a casa a los policías nacionales de guardia y tomó el control de la emisora. El director, Pepe Llorca –posteriormente director de Canal 9–, estaba de entierro y un popular locutor de la casa se erigió en autoridad del centro. Así lo relata el columnista Emili Piera en el libro «23F. 25 anys després», en valenciano: “El locutor Toni Lara mantuvo una conversación reservada con el oficial de más rango”. Piera les advirtió que, en ausencia del director, él, como el trabajador de mayor categoría, además de representante sindical, debía ser el interlocutor. El militar le dijo a cajas destempladas que no quería saber nada de sindicalistas y Piera desapareció de su vista.

El Seat 124 negro y la banderola diplomática

El castrense pidió calma al personal y distribuyó a los soldados por el centro. Nadie les explicó que el departamento técnico tenía salida directa a la calle. Mientras Lara y el militar estuvieron reunidos, algunos soldados –la mayoría eran catalanes– telefonearon a sus familias para tranquilizarlas desde una línea no controlada que Aníbal conservaba en el almacén. Al salir del despacho, el jefe asaltante envió a sus domicilios a la mayoría de los trabajadores del centro. Quedaron algunos redactores, el conductor de guardia, Gerardo, Sandín y Aníbal. Los soldados llevaron bocadillos y unos quintos y el locutor-interlocutor comentó con cierta euforia que, dadas las circunstancias, mejor sería brindar con champán. En ese momento tembló la tierra y los corazones de todos. El centro estaba cerca de la avenida del Puerto y el jefe militar explicó que los tanques habían tomado las calles del cap i casal. El golpe de estado se podía sentir en la piel.

Sandín y Aníbal volvieron al laboratorio y analizaron la situación. Había una salida que los ocupantes desconocían. Había un coche a la puerta. Y un chófer. Pensat i fet le propusieron a Gerardo el plan y dijo que adelante. Estaban preparando la ikegami, cámara que en aquel tiempo llevaba un vídeo voluminoso anexo, cuando les llamaron. El militar ordenó emitir una cinta de vídeo, pero Aníbal explicó que era imposible; sólo se podía enviar la señal hasta el Vedat. El jefe y el locutor entendieron que era cierto. Los golpistas, como quedó en evidencia, desconocían las cuestiones técnicas de un asunto tan importante como el control de los centros de televisión. El militar juró en hebreo y volvió a encerrarse en el despacho del director. Y los tres héroes aprovecharon el momento para subirse, con la cámara y el vídeo, al Goteras negro, el primer modelo del Seat 124.

Casualmente, la semana anterior Aníbal había estado en Arganda, en el cementerio técnico de TVE, para ver si quedaba algo útil de la antigua unidad móvil que le había acompañado por el mundo durante años, para cubrir eventos tan distintos como la visita de Pablo VI a Colombia o los festivales panafricanos de Marruecos o Túnez… Junto a la unidad, había retirada una furgoneta que usaban para moverse por la ciudad, cuando iban a Madrid. Aún tenía instalada en el tintero –el mastil de juguete de los coches oficiales– la banderola del No-do. Aníbal se la llevó de recuerdo. Era una bandera blanca metálica, cruzada en diagonal por una enseña española con las palabras, en las esquinas, TVE y No-do. Aníbal recordó que la tenía en algún rincón del almacén y la instaló en el Goteras.

Tres valientes entre los tanques

Al paso de la intrépida avanzadilla de periodistas de circunstancias, y no obstante de raza, y ante la imponente presencia del 124 negro, con sus cromados y la banderola enhiesta, los soldados se cuadraban. Incluso desde los balcones había quien lanzaba aplausos y vítores: ¡Arriba España! El detalle de la enseña les franqueó el paso en una ciudad fantasma, tomada por el ejército.

Desde Aitana, en la calle Lebón, se dirigieron al puerto y Nazaret. Aníbal lo grababa todo, discretamente, con la ventanilla bajada y el objetivo oculto bajo el sobaco. Sandín controlaba el vídeo desde atrás. Cada pocos metros se cuadraba un soldado intuyendo la presencia de un alto mando a bordo del “Goteras”. Era una auténtico estado de excepción pero no encontraban los tanques. Ni rastro de ellos. Se cruzaban con coches y jeeps que les saludaban. Después supieron que los tanques que habían hecho vibrar Aitana y también mi casa, vigilaban (amenazaban) el Ayuntamiento, la Diputación, Gobierno Civil o Capitanía… 

De camino hacia la Alameda, en el cruce con Arquitecto Alfaro, volvieron a escuchar el estruendoso ruido de las orugas de los tanques sobre el asfalto y se prepararon para recibirlos. Sandín se escondió detrás de un camión de la basura, con el magnetoscopio; Aníbal se tumbó bajo la cabina, con la cámara. Y grabaron toda la hilera de tanques que se dirigía al centro de la ciudad desde el puerto para reforzar la conquista golpista.


El fin del golpe y el Pulitzer

Aníbal, según su propio testimonio, no sintió miedo en aquel momento. Al revivir lo acontecido cayó en la cuenta, sin embargo, de que el objetivo de una Ikegami desde debajo de un camión de basura, de noche y en una situación de tensión extrema, podía parecerse bastante a la boca del cañón de un bazooka. Sus vidas estuvieron en riesgo, sin duda. Tras desfilar los tanques, siguieron en dirección a la Alameda, donde un jeep de la policía militar les dio el alto. Un oficial les pidió explicaciones. En ese momento el golpe había fracasado pero ellos aún no lo sabían. Se excusaron: acababan de salir del centro y no habían tenido tiempo de grabar nada. Estaban haciendo su trabajo y la banderola no era falsa. No engañaban a nadie. Los enviaron de regreso a Aitana sin requisarles la cinta.

Había llegado Llorca, el director, que visionó la grabación con ellos. Sin duda, era un excelente trabajo; un documento audiovisual de enorme trascendencia histórica. Las imágenes de los tanques en Valencia dieron la vuelta al mundo, como las del compañero Domecq. Se llegó a hablar de Premio Pulitzer. Al final todo quedó en un sinfín de felicitaciones. La Unió de Periodistes Valencians editó, a los 25 años del golpe, un volumen con el tratamiento informativo y el testimonio de los periodistas, un libro que tuvo poco recorrido pero que ofrece una imprescindible visión poliédrica de los acontecimientos. Aníbal me contó todo lo que sucedió aquel día, me pidió que tomara nota y me rogó que escribiera el artículo que le habían pedido para ese libro, aunque el coordinador consideró que mi nombre no debía constar.

La muerte del héroe discreto

El viernes 19 de mayo de 2017 falleció Próspero Aníbal Giménez Rizo. Hacía años que languidecía su vida, convalesciente de una embolia. La vejez y la enfermedad apagó dramáticamente su valentía, su ímpetu y su vitalidad. Presumía de ser socialista y amigo de Santiago Bernabeu, seguidor del Llevant y del Madrid. Y era marino, sobretodo marino, un gran marino. Lo recuerdo de siempre con un llavero en el bolsillo con la efigie de Juan XXIII. Me dolió no poder asistir a su entierro.

Desde la adolescencia, éramos, “los chicos de Aníbal”. Así nos conocían en Aitana. Cuando había que retransmitir una misa desde Alcalà de Xivert, los moros de Alcoy o les Fogueres de Alicante, Aníbal nos recogía casi de madrugada con su Seat Ronda dorado. Tirábamos cables, montábamos cámaras o íbamos a por los bocadillos. Me transmitió el interés por la mar, me reforzó la vocación periodística y me animó siempre en mi trayectoria literaria. Los viejos mueren y la vida continúa. Pero mi amigo Aníbal Giménez Rizo fue el tipo valiente, decidido y audaz que grabó las imágenes del 23-F. El hombre que me transmitió a mí, y sobre todo a nuestro común amigo Paco Vicent, su sólido amor por la mar y la libertad.

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