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memorias de anticuario

Arte velado, arte desvelado

En arte, la palabra “fondo” es el contrario a superficie. Me transmite oscuridad. Cuando la administración habla de sus 'fondos', la temo

25/10/2015 - 

VALENCIA. A mi padre le molestaba que le pararan cuando -medio pidiendo perdón- quería entrar unos minutos a disfrutar de los encantos de los palacios públicos que todavía se conservan en nuestro centro histórico. “Siempre aparece alguien parándote ¿a dónde va usted?”, se quejaba. El domingo previo a la celebración del 9 de Octubre me dirigí incautamente al Palau de la Generalitat, pues se ponía en marcha una interesante iniciativa con la apertura de las puertas del mismo y de otros ocho palacios públicos, cerrados al acceso diario de la gente desde tiempo inmemorial. Pensaba que me encontraría poco más que un entrar y salir fluido de curiosos. Mi gozo en un pozo.

La enorme cola de pacientes ciudadanos llegaba hasta la misma puerta gótica de la catedral. Transcurrido un breve instante de desazón, me sobrevino una sensación muy grata. Lo primero que se me ocurrió pensar, a la vista de la avalancha, es en los años que debía hacer que esos espacios estaban vedados a la visita y la atracción que tienen para el público. Pasados los Pirineos la cosa es bien distinta. Bicho raro es el que en Siena deja de visitar el Palacio Público (ayuntamiento) y el célebre mural La Alegoría del Buen y el Mal Gobierno obra de los hermanos Pietro y Ambrogio Lorenzetti que allí se halla.

Nuestro Palazzo Público es el de la Generalitat y la equivalente a la de Siena es la Sala Nova con los retratos colectivos pintados en vivo bajo las ordenes de Juan Sariñena por artistas como Sebastián Zaidía y Vicente Requena, entre otros, de los diputados encargados del buen gobierno por aquel 1591. Una sala que, salvo que nos gusten los anacronismos, debería abrirse diariamente. Recuerdo en dos ocasiones en que sendos amigos que ocupaban cargos políticos de relevancia hicieron de cicerones para mí- y se lo agradezco- del palacio del Almirante (sede de la Consellería de economía) y del de Nules. Era como si me enseñaran el secreto mejor guardado. Un lugar accesible para pocos.

Hablaba de anacronismos, y pocos hay como el del Convento de Santo Domingo (Monumento histórico desde 1931), cuya primera piedra la puso el mismo rey Jaume I en 1239, sede actualmente sede de la III Región Militar. Siendo uno de los cuatro conjuntos monumentales más importantes de la ciudad con La Lonja, La Seu y El Patriarca debería ser tener un uso civil y su visita una cita obligatoria para turistas.

Y es que, a pesar de vivir inmersos en lo digital y las visitas virtuales a museos, al final la gente quiere palpar la piedra, recorrer por ellos mismos lugares que hasta ese momento solo habían visto de forma pixelada, contemplar a escasos centímetros ese cuadro que sólo ha visto en fotografías. Nunca una aplicación por mucho que aumente la imagen y la resolución podrá igualar el vivo y el directo.

Los museos no son algo tan antiguo como pareciera. Frecuentemente lo son más los edificios que los albergan. Finiquitado el Antiguo Régimen, ya entrado el siglo XIX, el arte -salvo el existente en las iglesias- inicia un camino hacia la visibilidad pública. Se corren las cortinas de los palacios y las colecciones reales, de la nobleza y clero -estas últimas con las desamortizaciones- se dan a conocer al pueblo. Hasta ese momento, por extraño que parezca, Las Meninas habían sido admiradas por unos pocos privilegiados. Ya bien entrado el siglo -ya en ámbito anglosajón- se crean los primeros centros museísticos con obras y objetos que provienen de colecciones privadas a través de donaciones.

El circulo no se completa hasta que el cuadro o la escultura no tenga quienes los admiren, pues son objetos con la única vocación de ser observados, hasta diría que escrutados, una vez el artista los abandona. Los museos, como los teatros y los auditorios son reductos inmersos en la sociedad postindustrial en los que, como se ha hecho desde sus inicios, el hombre contempla o goza directamente, tal como se hacía hace doscientos años. El arte, en cualquiera de sus formas no ha cambiado su relación con el público. Quien adquiere un cuadro sea en el siglo XVI o en el XXI solo desea colgarlo y contemplarlo.

Una parte de la historia del arte esta vedada, por diferentes razones, al disfrute directo de la generalidad (El Prado exhibe unos 1.200 cuadros de los más de 7.000 que posee, por poner un ejemplo). Coleccionistas hay para todos los gustos: los hay que son reacios a mostrar sus colecciones que permanecen inaccesibles. Otros, sin embargo, coleccionan con clara vocación, por las razones que sean, de mostrar sus piezas. En este último grupo se me viene a la cabeza Juan Abelló y su extraordinaria colección de pintura y dibujo que es un continuo ir y venir por salas y museos españoles, y que en diferentes sedes y formatos he podido visitar hasta en tres ocasiones.

Dentro de este grupo, hay quienes suelen ceder sus obras para exposiciones temporales dedicadas a un artista o corriente. Y, por fin, están aquellos que en un ejercicio de generosidad y compromiso social, donan su colección o parte de ella para enriquecer colecciones públicas. En este caso, en nuestro ámbito, se me ocurren donaciones Goerlich-Miquel, la Orts Bosch o la Martínez Guerricabeitia.

En el año 2014 el Muvim celebró una exposición de una pequeña parte 94 pinturas y 38 dibujos de los fondos pictóricos (más de 2000 obras) de la Diputación de Valencia que como si se tratara de un coleccionista es poseedora acapara en toda clase de formatos. Varias de esas obras podían ser consideradas inéditas puesto que el lugar donde se hallan no es de acceso público (de qué turbias conversaciones habrán sido testigos mudos esos lienzos). No me parece, a priori, cuestionable que la Diputación adquiera obras de arte, mas todo lo contrario, siempre y cuando sean de acceso y disfrute ciudadano, no para decorar despachos y salas de juntas -con condiciones de conservación y seguridad fácilmente describibles- y menos todavía para depositarlas en oscuros almacenes.

La palabra “fondo” es el contrario a superficie. Me transmite oscuridad. Cuando la administración habla de sus fondos, la temo. Aprecio cierto retrogusto a añejo, cierto aire berlanguiano en el capricho del político que se hace decorar su despacho o su sede institucional con una obra de nivel museístico internacional como las Pescadoras Valencianas, de Joaquín Sorolla, en lugar de estar colgado desde ya en la sala Sorolla del San Pío V, digo yo. Ejemplo de lo contrario es la devolución al San Pío V del impresionante San Miguel Arcangel pintado por Miquel Esteve en el siglo XVI que decoró el salón dorado de la Generalitat cuando fue arbitrariamente sacado del San Pío V con ocasión de la visita papal en 2006.

En la capital del reino parece que la cosas pintan mejor ya que el Museo de las Colecciones Reales se encuentra en la última fase de construcción. Un museo que acogerá el inmenso patrimonio pocas veces exhibido de las dinastías de los Trastámara, los Austrias y los Borbones y que por su naturaleza es Patrimonio Nacional.


En la medida que los medios lo permitan el arte ha de estar al alcance del usuario. Cuando el presupuesto de para ello, el gobernante ha de llevar a cabo una actitud proactiva sacando las obras de los sombríos depósitos, los despachos intrigadores y los tristes pasillos. Se merecen estar en contacto con las gente que las quiere y las aprecia. Cuando sea una cuestión de voluntad política más que de presupuesto económico, no hay que poner barreras y sacar de la chistera problemas que no lo son. Una sociedad en contacto diario con el arte y la cultura forma y crea mejores ciudadanos por pura inercia, como una forma redonda que cae por una ladera a la que a penas, al comienzo, hace falta empujar.

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