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memoria histórica

Caso Tudela: El espía que no habló

Le torturaron por comunista pero no delató a sus compañeros como tampoco su gran secreto: era un espía de los aliados. Federico Tudela murió en 1949 pero su caso no es historia; es uno de los miles cuya resolución depende de la justicia argentina

| 17/12/2017 | 11 min, 0 seg

VALÈNCIA.- Condenaron a Federico Tudela Morera a seis años y un día de cárcel y fue como si también lo hubiesen sentenciado a morir. Era agosto de 1948, en una Valencia sombría por la dura posguerra, en un país aislado del mundo occidental por el boicot de las democracias y con el régimen decidido a desmantelar definitivamente la oposición interior. 

En el mismo juicio, el juez instructor Rafael Broco, comandante de infantería, condenó a muerte al estudiante de treinta años Francisco Béjar Toro y sentenció a diversas penas de presidio a otros ocho presos, entre ellos Constantino Castillo, un corresponsal de El Mercantil Valenciano. Eran todos reos de «rebelión militar» tras ocho años del final de la guerra. 

La sentencia acusaba al antiguo asesor de la Caja de Ahorros de Valencia de lo siguiente: «Al producirse la revolución marxista se afilió al Partido Comunista trabajando en la secretaría de Radio Centro. A finales de 1945 entró en contacto con elementos directivos del Comité del partido y recibió unos clichés que reprodujo a gran escala, reproduciendo los discursos de comunistas expatriados. Al ser detenido se le encontró numerosa documentación, con actas de contabilidad que acreditan los ingresos y gastos del Partido Comunista». 

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Para Tudela, que llevaba ya dos años preso, habría sido mucho peor la condena si el Tribunal hubiese sabido que tenían ante sí a un hombre que había sido espía a sueldo de los aliados, durante la recién acabada II Guerra Mundial. Algo de eso rozó el sumario cuando en la sentencia del juicio 539-V-46 —acusaba a Tudela de ser miembro del PCE— se añadía que estuvo «escribiendo igualmente cartas al consulado norteamericano, británico y francés a favor de delincuentes del partido».

Federico Tudela, nacido en 1894, economista y asesor de la Caja de Ahorros, a diferencia de sus jóvenes compañeros del juicio, tipógrafos, obreros manuales o algunos estudiantes, era ya un hombre hecho y derecho de 54 años, republicano ilustrado y católico. 

Tudela, que en el momento de su detención trabajaba activamente con la resistencia del PCE en el interior, había sido detenido y torturado por la policía secreta dos años antes. Hacerle un favor a un amigo y cometer un error garrafal —guardó documentos comprometedores— le costó ser juzgado en el mismo paquete que los ocho miembros de la resistencia urbana del PCE. 

Tras el juicio, fue trasladado de nuevo a la Modelo. Allí se consumió en la miseria hasta que su mujer, Puri Blanquer, logró que fuese liberado el 1 de febrero de 1949. Tres años de penalidades, y murió al poco tiempo en un sanatorio por culpa de los malos tratos y un error de diagnóstico de los médicos. «En realidad, la muerte de mi padre fue un homicidio por negligencia», sostiene su hija, Carmen Tudela Blanquer, de 72 años, en su domicilio de València.

Espía de los aliados

En el juicio a Tudela los militares le condenaron por colaborar con el PCE en tareas de propaganda, pero estaban lejos de saber que el antiguo asesor bancario había estado trabajando, tres años antes y en plena guerra mundial, como espía voluntario del servicio secreto inglés (SIS) y la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) de los Estados Unidos, origen de la CIA. 

Así lo confirma el testimonio de su hija y un informe secreto de los archivos históricos del PCE, conocido como el de Wladimir Ysarte Montesinos:

 «TUDELA.- Miembro del [Comité] Prov. de Valencia [del PCE], y empleado de banca. Detenido en 1946, siendo torturado sin decir nada. Durante la II Guerra Mundial ha estado trabajando para el Intelligence Service, y para el Servicio de Información Americano, a los que ha prestado magníficos servicios».

Entre estos «servicios», el informe detalla cómo Tudela informó puntualmente a los aliados, entre los años 1940 y 1943, de los movimientos de las flotas del Eje frente a las costas catalanas y valencianas. En concreto, con numerosas fotos de barcos de guerra alemanes en la bahía de Benicarló, así como diversos informes, gráficos y detalles de la presencia en Tarragona de barcos cargados de material alemán, en el periodo de las operaciones del Afrika Korps de Rommel en África del Norte. 

«Barcos que fueron hundidos gracias a los detalles precisos que Tudela había facilitado», continúa el informe, fechado el 16 de agosto de 1947, que pasó el militante del interior e informador Wladimir Ysarte, a la dirección del PCE en el exilio. Cosa habitual entre la oposición clandestina a la dictadura de aquellos tiempos. El partido de Santiago Carrillo tenía desde su refugio galo mil ojos en la realidad española gracias a sus numerosos informadores, por lo que sabía todo lo que pasaba en el interior.

Tudela había sido secretario de la Unión Gremial y pertenecido a la Esquerra Valencianista durante la República pero también colaboró al más alto nivel con el gobierno republicano como consejero de la Caja de Ahorros de Valencia cuando este se instaló en la ciudad durante la Guerra Civil.

En esos días se hizo amigo de Dolores Ibárruri, quien le aconsejó, al final de la guerra, escapar a Rusia con su familia. Pero según reflexiona su hija Carmen, su padre se negó «porque nunca llegó a aceptar que habían perdido la guerra».

 Tras la entrada de las tropas del general Aranda en València, en abril de 1939, Tudela fue detenido el 4 de julio, y liberado en febrero de 1940. Pero ahí no acabaron los problemas: quedó sin trabajo al ser despedido del banco. Tenía contactos con el consulado británico en València y comenzó a colaborar. Efectuaba paseos por la costa con una cámara de fotos. 

El hombre que no habló

La detención de Tudela, seis años después, es digna de un thriller de Philip Kerr, pero no en la Alemania nazi, sino en la Valencia franquista de posguerra. Un mundo de miedo y delaciones para todos aquellos que pasaron a la clandestinidad y que se arriesgaban a desafiar al durísimo régimen; un mundo en donde las heridas de la masacre estaban aún frescas, y la autoridad militar tenía que contener muchas veces la fogosidad vengativa de algunos falangistas en busca de rojos emboscados.

Carmen Tudela trata de fijar en un relato, con información recibida de su madre y vivencias propias, esa memoria ominosa: «Como mi padre era muy conocido en València encontró enseguida trabajo, pese a que le habían despojado de todo, incluso de la pensión, pero entonces vino el desastre. Un íntimo amigo miembro del PCE sospechaba que le seguían, así que un día de 1946 le pidió que guardara en casa unas octavillas del partido. Mi padre las escondió bajo un cuadro, en la pared. Encarna, la criada, una pobre mujer analfabeta, con el marido preso, los encontró al limpiar la casa; no había nadie, y no se le ocurrió nada mejor que subir al piso de arriba a que una vecina le leyera lo que ponía. La fatalidad hizo que esa vecina fuera falangista». 

Los ojos le brillan a esta mujer elegante y triste, al recordar aquellos años cuando era una niña: «La vecina de mis padres, en la calle Sueca, era una víbora, casada con un cruel director de la cárcel de Chinchilla, un hombre que, años después, fue asesinado por los presos. Le faltó tiempo para denunciar a mi padre. Le esperaron en casa y cuando llegó se tiraron sobre él. Antes lo habían revuelto y destrozado todo. En aquellos tiempos la policía robaba todo lo que encontraba en las casas». 

«En la Modelo, muchas mujeres tenían que vender su cuerpo a los carceleros para que trataran bien a sus maridos presos»

València era la ciudad roja que debía ser castigada y las detenciones e interrogatorios no solo se daban en las comisarías oficiales (había seis) sino que se extendían a los centros falangistas donde residía la llamada «Policía auxiliar de Falange», dependiente de la Delegación de Información e Investigación de FET-JONS. 

Su hija Carmen, entonces una niña de nueve años, tiene grabado a fuego la visita que hizo a su padre en una mazmorra del centro de la ciudad, irónicamente, junto a la calle de la Paz.

 «Cuando lo volví a ver, días después, en el centro de detención no pude reconocerlo. Fui a verlo con mi madre, pero los policías dijeron que entrara yo sola. ¡Estaba negro! Completamente morado de la cabeza a los pies, y no tenía dientes, se los habían arrancado, como también las uñas de los pies. Entonces me asusté y me puse a llorar». 

 A Federico le habían encontrado en el registro de su casa libros y, lo que fue fatal, una multicopista vietnamita. A sus interrogadores no les bastó dejarlo sin dientes ni uñas: lo ataban a una silla y desde una escalera un tipo inmenso se le tiraba encima. Le destrozaron los riñones a golpes, contó a su esposa más tarde.

Pese a la tortura, Federico no denunció a nadie y se pasó tres años en prisión preventiva. Sus trabajos para los servicios secretos aliados en la II Guerra Mundial siguieron en la sombra. El testimonio de Carmen es elocuente:

«A los detenidos los trasladaron de la comisaría a la cárcel Modelo (Mislata), a pie y encadenados de pies y manos por toda la ciudad. La celda en la que los metieron les impedía acostarse. Se tenían que turnar para dormir y era tan oscura que algunos quedaron casi ciegos. A los niños nos dejaban entrar el día de Reyes. Los fines de semana íbamos a llevarle comida. Si llegabas tarde, ya no lo podías ver. Las entrevistas eran una conejera con telas metálicas. Pero lo peor era que muchas mujeres tenían que vender su cuerpo a los carceleros para que trataran bien a sus maridos o hijos presos. Había uno especialmente malo al que llamaban Zapatones».

Esperando justicia

En informes del PCE del Interior de los años cuarenta, citados por el historiador Alberto Gómez Roda, se lee que en 1947 «en Valencia el régimen franquista realiza una política de región castigada. Tiene una Falange agresiva a cuya cabeza se halla el gobernador civil, Ramón Laporta Girón, del que se dice que es un verdugo cruel pero refinado».

Tras salir de la cárcel el 1 de febrero de 1949, Tudela fue ingresado en un sanatorio. Fue su muerte. Confundidos en el diagnóstico de tuberculosis, en lugar de la grave hepatitis que sufría, le hincharon a grasas hasta que murió.

 Carmen Tudela busca reparaciones y está personada en la querella argentina contra el franquismo que instruye la jueza María Romilda Servini. Carmen, que mantiene vivo el recuerdo de su padre defenestrado, ha escrito en la página web de memoria histórica Búscame en el ciclo de la vida: 

«Todo el delito que cometió mi padre fue pertenecer a Esquerra Valenciana y posteriormente al Partido Comunista (ingresó en 1936). No tuvo delitos de sangre y no participó en la guerra por motivos de edad. Su puesta en libertad aconteció con premura motivada por cuestiones de salud, ya que aparentemente había contraído tuberculosis, pero la realidad es que falleció poco después a causa de las torturas a las que le sometieron durante tanto tiempo». 

Para que la triste historia de Federico Tudela, el espía comunista a favor de los aliados, no sea arrastrada por el olvido, su familia declaró en 2015 ante el cónsul de Argentina en Madrid, en la causa abierta en ese país para investigar los crímenes del franquismo, junto con otros muchos ciudadanos de las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica. Una querella que ya cumple siete años, y que duerme el sueño de los justos, esperando una respuesta eficaz por parte de la justicia española.  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 38 de la revista Plaza 

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