¿ES LA GORDURA SInÓNIMO DE FRACASO?

Clase social: gordo

Me sorprendió hace un par de años que en Cádiz la playa estuviera llena de niños gorditos jugando. Al sol, se me apareció la obesidad como una nueva clase social

| 30/06/2017 | 5 min, 51 seg

La lucha de clases se estaba librando desde la adiposis, con el sobrepeso como identificador del estatus, o de falta de estatus, con la grasa como pegamento de grupo o como aislante entre estamentos.

Recordé cómo no hace tanto, en la España de posguerra, ante un bebé rollizo se exclamaba: ¡qué hermosa está la criatura! esa misma criatura cuyos pliegues de sharpei hoy miraríamos con horror y, si hay confianza, deslizando el teléfono de un nutricionista.

Me vinieron a la cabeza esas pintadas que en época del dictador aparecieron en nuestra ciudad: FRANCO GORDITO. Así sin más. No podían encarcelarle a uno por eso. Era una forma de resistencia naíf, enternecedora, pero resistencia al fin y al cabo.

Hoy no estoy tan segura de que un dictador no aplicara la pena de muerte o la tortura si le llaman gordo.

Y es que gordo equivale a decir pobre, inculto, fracasado, escoria social. Hoy está muy mal visto ser gordo, no por lo que implica estéticamente, no por los riesgos asociados a la salud que conlleva sino por lo que supone socialmente.

Y no es subjetivo: un estudio de Harvard señala que las diferencias entre los hábitos alimenticios de los pobres y las de los ricos en Estados Unidos no dejan de crecer, ya hay comida para ricos y comida para pobres. Que son las comunidades afroamericanas y las latinas las que más sufren  de obesidad.

En España no es muy distinto: los niveles de gordura aumentan a medida que desciende uno por la escalera de la clase social. Si la prevalencia de obesidad en niños de un nivel económico alto es del 8%, en las familias pobres se dispara al 30%.

Hoy gordo equivale a pobre, igual que antaño equivalía a pudiente. Antes era sinónimo de abundancia, hoy lo es de carencia. Pero ¿cómo se le ha dado la vuelta a esta tortilla?

Hagamos un repaso histórico. Parece difícil imaginar que en la Prehistoria existieran los obesos.  Entonces, la cosa iba más de sobrevivir que de vivir, y en el breve lapsus que duraba la existencia, la grasa no disponía ni del tiempo ni de la consistencia filosófica suficiente como para asentarse en el cuerpo. No es que siguieran una  dieta equilibrada, se alimentaban de carne putrefacta, es que había grandes periodos de hambruna y solo aquellos que acumulaban algo de grasa lograban sobrevivir.

La grasa era por tanto positiva, rara, casi inexistente, y positiva. Prueba de ellos son las venus neolíticas de Willendorf o de Lespugue, talladas en piedra caliza, barrigonas, fondonas, primas hermanas de Rubens, que simbolizaban el ideal de fertilidad y abundancia.

Hay que viajar hasta el antiguo Egipto para encontrar a los primeros obesos reales, personas acaudaladas  que, a tenor de las autopsias, padecieron  arteriosclerosis. Gozaron de cierto prestigio sin duda.  En el antiguo testamento se dice que, el faraón, agradecido, le promete a José toda la grasa de la tierra. Y en otro pasaje cuenta: “ellos traerán abundante fruto. Ellos serán gordos y florecientes”.

Los griegos por el contrario nunca fueron amigos del sobrepeso- ya Hipócrates advertía de que las personas con tendencia a la gordura morían antes que las delgadas-pero sí los romanos que se dedicaron a cultivar el arte de la bacanal sin complejos y dieron  al mundo ilustres y obesos emperadores.

Esa fue la línea, o la curva más bien, que siguió la humanidad, apoyada por la ciencia médica de la época. La clasificación de los alimentos de Galeno estuvo vigente durante siglos: los vegetales eran considerados  medicamentos, los animales, alimentos y los minerales, venenos. Por tanto, los vegetales, por su acción medicamentosa, debían utilizarse lo menos posible, con grandes precauciones y nunca como base de la dieta. Solo los pobres de solemnidad se alimentaban de cereales y de verduras porque no podían comer carne como las personas de bien.

Arnau de Vilanova declaró que las legumbres nunca son buenas para los individuos templados y sanos. Núñez de Oria por su parte aseguraba que el uso continuado de la hortaliza no es conveniente para la salud del cuerpo humano, antes por el contrario es malo, porque engendra humores melancólicos. El mismo autor sostenía que el mucho comer frutas suele devenir en agudas y mortales enfermedades.

El médico francés Jean Liébault concluyó  que la obesidad es más conforme a la belleza que la delgadez.

Durante toda la Edad Media, la gordura no solo no resultó estigmatizada sino que se convirtió en un símbolo más del poder. Felipe I, rey de Francia, se empleó a fondo para reprimir las revueltas ocasionadas por la hambruna durante su reinado. Poco antes de morir estaba tan obeso que no podía ni subirse  a su caballo.  

Algo cambió sin embargo  con la llegada de la modernidad. Luis XVI, que se había puesto como una vaca  durante su reinado, fue señalado por los revolucionarios como un degenerado, por gordo y por impotente.

Así, la gordura fue poco a poco depreciándose, al tiempo que una epidemia de obesidad iba extendiéndose por el mundo occidental, sin que por otra parte el problema del hambre hubiera conseguido atajarse. El siglo XX supuso una vuelta a los planteamientos estéticos de los griegos y la obesidad, además de aberración estética, fue considerada culpable de enfermedades cardiacas y metabólicas graves, portadora de estigma social.

Hoy, en tiempos de individualismo y egocentrismo exacerbados, esa mala fama no ha hecho sino crecer y el obeso es visto como un fracasado, alguien que reniega de cuidarse, que carece de voluntad y de dominio de sí mismo. Es un nuevo yonki, que ha sustituido los porros o el crack por los donuts gigantes y las hamburguesas, mientras la  industria aprovecha las ventajas del camello, proveyéndole de azúcar y grasas saturadas. 

Dice Sergio del Molino en su última novela que a la cadena de la droga no se entra por los porros sino por las pipas con sal, que es como decir el aburrimiento, la desesperanza, la falta de horizonte de los suburbios. Se trata de escapar de la clase social a través de la comida, mientras paradójicamente uno va echándose lastre, anclándose a ella.

Las guerras ya no se hacen con bombas sino con sequías, o con toneladas de azúcar y de grasas saturadas. La lucha se libra cada vez más cerca, cada vez más dentro, en nuestros propios cuerpos.

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