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Contra los jardines: 'El árbol' libre de John Fowles

El autor de 'El coleccionista' reflexiona sobre el arte, la ciencia, la vida, la fe, la creatividad y nuestra forma de relacionarnos con la naturaleza en este brillante ensayo editado por Impedimenta

29/08/2016 - 

Hayas, robles, acacias, encinas, sicomoros, arces, chopos, sauces, falsas pimientas. Sus nombres nos resultan familiares, no tanto así su aspecto, su hábitat u otros aspectos de su ser. Seguramente muchos de nosotros no podríamos reconocer tres de ellos en un paseo por un jardín botánico. De la misma manera, en las ciudades, cada vez quedan menos personas capaces de identificar esas flores y hierbas rebeldes que crecen entre adoquines, en ladrillos rotos, en los intersticios existentes en las tapas de los alcantarillas o invadiendo los solares abandonados de cada barrio. Tampoco sabemos demasiado de aquellas plantas obedientes de las urbanizaciones: ¿el manto verde sobre el que me tumbo alrededor de la piscina, es césped, o grama? Y esa flor tan llamativa, tan colorida, ¿es una margarita, una equinacea, una gérbera o un crisantemo? ¿Qué árbol se encarga de producir las bellotas? ¿Qué es un higo, qué una breva? ¿Cuántos tipos de setas comestibles podrías recolectar sin riesgo de sufrir una intoxicación? ¿Cómo es la planta de la patata?

Si estas preguntas te hacen sentir incomódo/a, no te preocupes, tus conocimientos sobre el entorno están en la media. El analfabetismo en lo que a la naturaleza se refiere está a la orden del día, sobre todo en los grandes núcleos urbanos, allí donde a lo verde solo se le permite crecer dentro de los límites de un parque, un jardín o una maceta. Los hijos e hijas de la ciudad pueden tener cierta sensibilidad e inclinaciones naturalistas durante los primeros años de su vida -quizás, si son asiduos “al pueblo” los fines de semana y en fiestas, más-, pero tarde o temprano comienzan a ignorar esos insectos a los que observaban, a sofocar la curiosidad por las semillas, por los frutos, las bayas y los brotes, a relegar al vecino verde a un segundo, a un tercer y a un cuarto plano en la jerarquía de intereses, hasta que al final no es más que atrezzo, decoración urbana, zonas verdes con fronteras tipo cuartel a las que acercarse para dar un paseo o comer un bocadillo en la hora del descanso.

Mantenemos la naturaleza a raya, la parquificamos. Invertimos mucho dinero en esta causa. No toleramos desmanes de ningún tipo, solo pequeñas manifestaciones, pequeñas voces de la resistencia vegetal y fungi que no suponen ningún trastorno grave. Acaso una ortiga aquí o allá, un hongo en un tocón húmedo. Nada muy revolucionario. Pero ella sigue allí, filtrándose a través de las grietas en cuanto tiene la ocasión, ganando centímetros para luego volver atrás y de nuevo volver a brotar con la lluvia. El enemigo a las puertas. Las raíces con poder para levantar la acera o el suelo de unos adosados mal planificados. Las zarzas hostiles que nos impiden el paso. Los cardos y las espigas que nos dejan los pantalones hechos unos zorros cuando el balón se va demasiado lejos y hay que meterse hasta la cintura en la maleza para recuperarlo. Maleza. Así la llamamos.

Curiosamente, pese a este afán nuestro por mantener la naturaleza dentro de sus límites, pocas cosas siguen provocándonos mayor fascinación cuando crecemos que una casa en un árbol, como aquella de Bart Simpson o Punky Brewster -especialmente esta última- que nunca tuvimos, porque vivíamos en una finca o porque nuestros padres decían que era peligrosa, que nos podíamos descalabrar cayéndonos de ella. ¿Quién no ha soñado con vivir en un poblado ewok en la luna de Endor allá en las alturas de esos gigantescos monstruos tipo secuoya, comunicados por pasarelas colgantes? ¿Y qué hay de las moradas de los niños perdidos de la película Hook? Que levante la mano quien no se haya hecho nunca una chabolita en mitad del monte a la que ha llamado “castillo”. Como sociedad nos esmeramos en detener el avance del frente silvestre, pero en la intimidad deseamos secretamente que nos invada, que nos envuelva, que nos arrolle. Por eso nos encanta contemplar imágenes de ciudades abandonadas y reclamadas por la naturaleza, que en cuestión de unos pocos años ya logra derribar nuestras pobres construcciones, por muy arrogantes que fuesen en su momento de esplendor. Su fuerza fractura nuestro asfalto, desmantela fábricas, asalta sin miedo centrales nucleares e instalaciones que antaño fuesen fortificaciones seguras.

De este deseo oculto, de este morbo por ser tragados por el bosque o la selva escribe John Fowles (Essex, 1926) en El árbol, un bello ensayo publicado como siempre con mimo por Impedimenta -atención a la ilustración de principios del siglo pasado en su portada-, que hunde sus raíces en los sustratos de la ciencia y el arte para dar sus frutos en forma de valiosas ideas y conclusiones acerca de nuestro modo antinatural de relacionarnos con el entorno. Fowles, que se presenta como un naturalista entusiasta de los bosques que abomina de los jardines que tanto idealizaba su padre, encuentra en el árbol la encarnación de un ser vivo trascendental, un ente al que nos esforzamos en catalogar desde la individualidad y que sin embargo solo tiene sentido como parte de un todo: “En un bosque, la «frontera» visual real que simboliza un árbol cualquiera suele ser imposible de distinguir, al menos en verano. Nos sentimos (o creemos que nos sentimos) más próximos a la «esencia» de un árbol (o a la de su especie) cuando nos encontramos con un árbol aislado, como nosotros. Pero la evolución no ha querido que los árboles crezcan de manera individual. Resulta que son criaturas mucho más sociables que nosotros, y un ejemplar aislado no es más natural de lo que sería un marinero varado o un ermitaño”.

Así, mediante la figura del árbol y su papel en la naturaleza, el autor nos habla de la frontera imaginaria que nos separa a nosotros, los seres humanos, de “ella”, la gran madre, “el caos verde” al que en épocas pasadas temimos como se teme a un mal necesario. Como al océano. Fowles trata de convencernos de que vivamos y crezcamos más allá de las paredes de piedra de nuestra mente ajardinada, nos incita a expandirnos con sabiduría como se expanden las ramas de un árbol sano en un bosque para que nos acerquemos a la naturaleza desde la experiencia personal, sin filtros de por medio. Sin interferencias. Solo así, como hombres y mujeres verdes, podremos admirar el fulgor del “extraño fósforo de la vida, carente de nombre, bajo una antigua denominación falsa” del que hablaba un poeta. Solo así podremos percibir la bondad de la maleza.

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