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LA PANTALLA GLOBAL

Cuando la ciencia no es ficción: cine en clave científica

El barcelonés Christian Aguilera reúne en un libro las cincuenta películas esenciales sobre el tema

19/05/2017 - 

VALÈNCIA. Aunque a veces lo parezca, no todos los científicos de cine están pirados. Bien es cierto que la serie B y el fantaterror se han servido a menudo de hombres de ciencia dementes para vehicular historias ambientadas en siniestros laboratorios y trufadas de extravagantes experimentos, y que Isabel García y Pedro Berruezo, dos fanzineros de largo recorrido, incluso llegaron a convertirlos en protagonistas de un libro editado en 1997, titulado Laboratorio infernal y dedicado a glosar cuantos mad doctors habían poblado hasta entonces las pantallas. “Aún no hemos empezado a descubrir lo que la ciencia puede hacer con el cuerpo y la mente de un hombre”, decía el Dr. Jekyll en El hombre y la bestia (John S. Robertson, 1920), una de las primeras adaptaciones cinematográficas de la novela de Robert Louis Stevenson, ejemplo clásico del uso de los conocimientos científicos para desafiar los límites de la razón y la moral. Doctores apellidados Frankenstein, Moreau o Phibes forman parte del imaginario del cine fantástico al mismo nivel, o incluso por encima, que las criaturas a las que dieron vida.

Son, sin ninguna duda, más célebres que otros científicos basados en personajes reales y que también han tenido sus momentos de gloria en el cine, gracias a los biopics realizados sobre ellos. Es el caso, entre otros, de films como La tragedia de Louis Pasteur (The Story of Louis Pasteur, William Dieterle, 1935), Madame Curie (Mervyn LeRoy, 1944), Michurin (Aleksandr Dovzhenko, 1948) o la primatóloga Dian Fossey, inmortalizada gracias a Gorilas en la niebla (Gorillas in the Mist, Michael Apted, 1988). Todas ellas, películas incluidas en El mundo de la ciencia, un volumen del barcelonés Christian Aguilera recién editado por la Universitat Oberta de Catalunya que, en palabras de su autor, “propone una mirada al mundo de la ciencia desde el cinematógrafo y, al mismo tiempo, un repaso por la historia de un arte con más de ciento veinte años de existencia”. El listado de cincuenta películas incluye “historias sobre personalidades únicas que trabajaron para favorecer el progreso de la humanidad, narraciones que buscan estimular el conocimiento del organismo humano o de los mundos animal y vegetal, ejercicios especulativos fundamentados en principios científicos que predicen qué futuro espera a nuestra especie...” En definitiva, un amplio recorrido por un cine en el que, al menos en teoría, la ciencia pesa más que la ficción, aunque en algunos casos sea complicado establecer la frontera entre una y otra.

De Michael Crichton a Carl Sagan

¿Dónde situar, por ejemplo, a alguien como Michael Crichton? Su faceta más conocida es la de escritor de bestsellers, pero es interesante recordar que está graduado en antropología y medicina, lo cual equivale a decir que sus novelas poseen una sólida base científica. Crichton es uno de los protagonistas destacados del libro de Aguilera, que no duda en calificarlo de visionario. Sus libros han servido de inspiración para infinidad de películas, entre las que cabe destacar La amenaza de Andrómeda (The Andromeda Stain, Robert Wise, 1971) o El hombre terminal (The Terminal Man, Mike Hodges, 1974), pero más destacable aún es que él mismo inició una carrera como director adaptando sus propias historias que ha dado como resultado títulos de tanto éxito como Westworld, almas de metal (Westworld, 1973), recientemente reconvertida en una serie emitida por HBO, o la inquietante Coma (1978), sobre una macabra organización que funciona al amparo de la eficaz asistencia de un centro hospitalario. Siempre obras de ficción, pero basadas en premisas con firme anclaje en la realidad. O, al menos, en una infinitesimal probabilidad real.

Era el caso del que quizá sea su libro más famoso: Parque Jurásico. Tal como recuerda Christian Aguilera, la novela disparó la dinomanía en todo el mundo, y a su vez “despertó el ánimo de investigadores en el campo de la paleontología y/o de la biología molecular, al punto de que revistas del indiscutible prestigio de Science se hicieron eco de estudios llevados a cabo por un grupo de científicos en torno a la extracción de ADN de una termita encapsulada en ámbar por espacio de veinte millones de años”. El estreno de la película de Steven Spielberg basada en el libro, en 1993, no hizo sino amplificar el fenómeno, y la ingeniería genética se convirtió en un tema de moda, aunque es prácticamente imposible encontrar “la totalidad del material genético de saurios en perfecto estado después tanto tiempo”. Una vez más, Crichton había usado un punto de partida asociado a la ciencia para desarrollar una historia de ficción con la que buscaba, sin rubor alguno y en la línea de todo su trabajo, la complicidad del público masivo. 

En una dirección similar, aunque con una vocación mucho más divulgativa, se sitúa otro escritor que también ha tenido relación con el cine: El astrónomo, astrofísico y cosmólogo Carl Sagan. Imposible olvidar su serie televisiva Cosmos (1980), que sirvió para que millones de espectadores de todo el mundo se interesaran por primera vez en cuestiones relacionadas con la ciencia. En 2014, el propio Sagan participaría en Cosmos: Una odisea en el espacio-tiempo, una puesta al día de las ideas desarrolladas más de veinte años atrás, aunque su presencia en el libro se justifica por la adaptación de su novela Contact, que filmó Robert Zemeckis en 1997. Considerada por muchos aficionados a la ciencia como una aproximación verista y ajustada a patrones realistas sobre la posibilidad de contacto con inteligencias extraterrestres, el autor barcelonés se muestra muy crítico con ella, subrayando que su guion “se pierde en el campo de las especulaciones, de la metafísica, la filosofía y la paraciencia en los mentideros de la política americana”. Según Aguilera, “Contact entabla un permanente discurso entre la credibilidad y la falsedad, entre lo lógico y lo absurdo, desvirtuando el planteamiento filosófico-científico de la obra original”. Como contrapartida, en el texto sobre Ágora (2009), el autor recuerda que la chispa que puso en marcha el guión fue, precisamente, el visionado de la serie Cosmos por parte de Alejandro Amenábar, destacando que se trata de “un tipo de relato, a caballo entre lo científico, lo filosófico y la evasión, con nula tradición en España”.

De ‘2001’ a ‘Interstellar’

En El mundo de la ciencia no faltan tampoco ejemplos de cine de anticipación concebido como entretenimiento de ligerísima base científica, como Viaje alucinante (Fantastic Voyage, Richard Fleischer, 1966), donde una nave y su tripulación son reducidos para poder introducirse en un ser humano y reparar una zona dañada del cerebro de un militar poseedor de una información de importante relevancia. La imposible idea de partida (heredera de El increíble hombre menguante) da pie a un film insólito, donde el cine logra una “representación del espacio interior del cuerpo humano que se revela, desde el plano metafórico, en el espejo de la realidad del espacio infinito”. Sin embargo, la cándida concepción de la ciencia que la ficción cinematográfica había explorado hasta entonces quedaría barrida de un plumazo con la llegada de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odissey, 1968), donde Stanley Kubrick se apoyaba en un escritor que, una vez más, poseía importante formación científica: Arthur C. Clarke. Matemático, físico y gran aficionado a la astronomía, aprovechó sus conocimientos para desarrollar historias que a menudo se ajustaban a la perfección a una de sus frases más famosas: “Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Una de esas historias, titulada El centinela, fue el punto de partida de la película que marcaría un antes y un después en la ciencia ficción, cambiando sus parámetros para siempre.

No es exagerado afirmar que todo intento de aproximación cinematográfica rigurosa al universo que se extiende más allá de nuestro planeta tiene contraída una deuda con 2001. La película, que inicialmente contaba con una introducción donde diversos científicos se dirigían a la cámara, ha sido el modelo en el que se han mirado títulos recientes como La llegada (Arrival, Denis Villeneuve, 2016) o Interstellar (2014), donde Christopher Nolan contó con la ayuda del astrofísico Kip Thorne “para que todo lo reflejado en la pantalla fuera compatible con una noción de la realidad cosmológica (agujeros negros, los llamados agujeros de gusano que abren la puerta a otras galaxias, ondas gravitacionales, etc.), cuanto menos, con una base teórica que entiende de ecuaciones derivadas de la teoría de la relatividad propuesta hace cien años por Albert Einstein, que cambió la concepción dual de espacio-tiempo”. Así y todo, no faltaron analistas científicos que cuestionaron la película tras su estreno. Posteriormente, en el documental The Science of Interstellar (Gail Willumsen, 2015), Matthew McConaughey, recordaría que “la relación entre la ciencia y la ciencia ficción surge de un impulso creativo muy profundo: dar sentido a lo desconocido, inventar nuevos mundos, soñar un futuro mejor”.

Distopía y conciencia ecológica

Sin embargo, no faltan los títulos que, al abrigo de la ciencia, ofrecen una imagen de ese futuro que dista bastante de ser mejor. El libro de Aguilera computa algunas películas que han planteado un porvenir distópico, como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), La isla (The Island, Michael Bay, 2005) o, sobre todo, Gattaca (Andrew Niccol, 1997), que de algún modo recoge elementos presentes en Blade Runner contemplados “a la luz de los avances en el campo de la genómica y de la biotecnología, como la secuenciación del genoma humano o la clonación del primer mamífero (la oveja Dolly)”. El tratamiento del tema convirtió el film en un clásico moderno, una película de culto como lo habían sido otras en los años setenta que también planteaban futuros distópicos, pero desde una conciencia ecológica con perspectiva humanista. Es el caso de otros dos títulos incluidos en el libro, quizá menores, pero muy valiosos. Por un lado, Naves misteriosas (Silent Running, 1971), debut en la dirección de Douglas Trumbull, responsable de efectos especiales en 2001. Narra el conflicto con el que se enfrenta un científico aislado en una estación espacial, que se dedica a mantener con vida las últimas especies botánicas de la Tierra y recibe la orden de destruirlas. Un film de bajo presupuesto, casi minimalista, pero de indudable encanto. Por otro lado, Sucesos en la cuarta fase (Phase IV, 1974), único largometraje dirigido por Saul Bass, el gran maestro del diseño de títulos de crédito. Planteada como un documental, explica y demuestra cómo las hormigas serían las dueñas del mundo si estuvieran en igualdad de condiciones intelectuales que el ser humano. Otra valiosa miniatura, muy poco conocida por el público, que merece ser destacada en el global de un volumen donde se señala el hecho de que “muy pocos guionistas y directores de cine han tenido una formación científica”. Que ese factor haya determinado su manera de enfrentarse con argumentos relacionados con la ciencia es solo uno de los muchos temas que explora un libro ameno, didáctico y que, como todos los de la colección Filmografías Esenciales, invita a acompañar la lectura con el correspondiente visionado de los títulos seleccionados.


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