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el muro / OPINIÓN

Cultura de consumo

Tiramos libros, discos, recuerdos, vida. Aniquilamos soportes. Es la cultura del consumo. Mejor un mueble de chapa barata, un hueco, que una gran biblioteca o una espectacular discoteca. Estamos de saldo.

28/01/2018 - 

En los últimos dos años nos han dejado muchos artistas que admiraba: Bowie, Prince, Tom Petty —su muerte casi pasó desapercibida por aquí—, Chuck Berry… Hace unas semanas Eric Clapton anunciaba que el cuerpo no le da más de sí, como Neil Diamond quien también ha confesado su retirada. Sufre Parkinson, una enfermedad para la que, como otras tantas, no deberían existir límites económicos gubernamentales dedicados a su investigación, la misma que en España ha decrecido un 35% desde que comenzó la crisis. Elton John ha anunciado también su última gira.

Una megaestrella mundial me confesó un día que no sabía hacer otra cosa que viajar y salir al escenario. Como Dylan. Por eso no paraba. Su vida sin ese ajetreo sería absoluta decadencia. Son de otro mundo aunque también se vayan, salvo de nuestras discotecas.

Se está marchando una de las generaciones más brillantes que ha dado el mundo de la música. Nos quedamos huérfanos de genialidad. Nos saludan productos de laboratorio que se consumen con firma de originalidad, aunque no dejen de ser simples objetos comerciales. Nos queda el directo.

La memoria de muchos de nuestros admirados artistas ya sólo perdurará si la industria los mantiene “vivos” si encuentra negocio. Es lo único importante para el sector. Mejor apostar por el abismo inmediato, obvio y pasajero. Ya casi no existen creativos ni curiosos. Ni salen de caza. No existen apuestas. Tampoco quedan mecenas. Menos aún agentes personales preocupados por el artista y no sólo por la cuenta de resultados.

Las últimas estadísticas anuncian con alegría un ligero repunte del negocio musical. No me lo creo. Será repunte desde el hundimiento, No se trata de una regeneración real sino de una industria en total crisis de ideas que ha ido hundiéndose mientras observaba atónita cómo se modificaba la forma de escuchar y compartir música.

Los nuevos soportes son meros armarios que cada cierto tiempo hay que borrar para abrir espacio; nuestro propio mercadillo de canciones rápidas, consumo inmediato y superficialidad que es en lo que se ha convertido una parte importante del mundo de la música.

En CD duró un par de décadas. Acabó con el vinilo, un producto imposible de copiar cuando el nuevo formato regalaba un master pirateable, algo de lo que ahora se arrepiente la industria. Al CD lo mató no sólo la piratería sino su propia generosidad. Ahora todo se lleva en una tarjeta o peor, se “disfruta” en streaming, algo que conduce a un proceso de consumo rápido con una calidad ínfima, capado.

Antes comprabas un vinilo y tenías además de música eterna y propia el diseño de su portada, la lectura de sus créditos, la estética, el disfrute personal, el concepto de ese producto que ofrecía un discurso global. Hoy la tecnología lo ha sustituido todo. Vivimos en un mundo de canciones, pero no de obras, ni artistas.

¿Cuántos grupos de los noventa recordamos o sobreviven al paso del tiempo? ¿Y qué me dicen de 2.000, 2.010? ¿Cuántos de hoy aguantarán más allá de 2.020? No es un simple problema de consumo, sí de ideas. Puro negocio, como esos talent shows que son impulsados incluso desde el Estado. Lágrima fácil. Un teatrillo, pantomima que genera ilusiones y termina con carreras frustradas. Entretenimiento.

Continúo siendo un comprador compulsivo de vinilos. Por suerte tengo espacio. No hice caso a quienes animaron a desprenderme de mi propia colección. A veces descubro discotecas enteras recién llegadas a las tiendas de compra-venta a la espera de su clasificación. Puestas a la venta a precio de saldo. Conservo el placer del vinilo, el ruido a “refrito” de los discos antiguos, el placer de mirar durante tiempo una carátula, leer sus créditos sin necesidad de lentes, cambiar de cara. No soy nostálgico, sólo coleccionista de un tiempo, el mío, algo que también se está perdiendo. Esa experiencia es la misma que ofrece leer un libro antiguo. Más aún cuando miles de vinilos no tienen reedición en otros formatos. Nunca volverán a existir. Menos aún toda la música indie de los ochenta, la verdadera alternativa; de los setenta, la gran eclosión creativa.

Me pregunto cuántas grandes canciones escondidas en un vinilo o en la cara B de un sencillo se quedarán en el camino de esta generación de las prisas que paga por descargar una canción más que por un disco completo de saldo. Cuántas emociones y sensaciones se pierden en esta sociedad de vértigo, usar y tirar. Cuántas canciones quedarán sin ser escuchadas o descubiertas por todas esas nuevas generaciones formadas en torno a un mundo digital todavía desconocido y que simplemente se transforma, como la materia, sin destino conocido.

Esta pasada semana leía un reportaje estremecedor pero también vitalista. En Ankara, Turquía, se ha inaugurado una biblioteca que agrupa todos aquellos libros que durante los últimos años han recuperado de la basura los llamados barrenderos. Miles de libros abandonados o despreciados por espacio, falta de interés o herencias no deseadas. Les dan una segunda oportunidad. La historia es de las que conducen a reflexionar. Miles de ejemplares acaban cada año en la basura. Arden, como en Fahrenheit 451.

Ese grupo de limpiadores urbanos ha decidido crear la “librería de la basura” con más de 6.000 volúmenes en una ciudad donde apenas hay bibliotecas públicas. Deberíamos hacer lo mismo con los discos que se abandonan. Darles una segunda oportunidad. Por suerte, mi discoteca está a salvo. Tendrá continuidad. He conseguido despertar una nueva conciencia. Ya no saldrá de casa. Es un viaje en el tiempo repleto de sensaciones.

No es simplemente que la industria de la música se muera. Ella se suicidó con sus prisas y egoísmo económico. Por mucho que algunos crean ganar espacio sólo consiguen aniquilar memoria. Es una opción. Borrar en este caso la banda sonora de una vida. Por cierto, ¿qué vida?

No se lo pierdan. Prefiero esta. Elijan. Ésta:

O ésta.

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