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El panadero del gulag de Karagandá

Esta es la historia olvidada de un grupo de españoles en los gulags soviéticos tras la II Guerra Mundial. Republicanos, anarquistas, comunistas, socialistas, ‘niños de la guerra’ y miembros de la División Azul. Es una pequeña gran historia y mi padre era uno de esos hombres, el soldado 12123

| 16/02/2017 | 19 min, 32 seg

VALÈNCIA.- Desde Valencia he podido reconstruir parte de mi pequeña historia familiar, pero también la gran historia de muchos españoles que en la diversidad ideológica convivieron, incluso se reconciliaron y, aun más, sobrevivieron a las purgas estalinistas tras la II Guerra Mundial y a los durísimos gulags soviéticos. Y digo extraña conjunción porque juntar en el mismo viaje al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy; a la Alianza de las Civilizaciones de José Luis Rodríguez Zapatero; a la Ruta de la Seda —con la Unesco y José María Chiquillo como referencia—; al IEEI (Instituto de Estudios Estratégicos Internacionales de la UCV), cuyo director técnico es mi buen amigo y columnista de Valencia Plaza Jesús de Salvador; al Ministerio de Asuntos Exteriores —con el embajador Manuel Larrotcha—; al Ministerio de Defensa —con el general en la reserva Salvador Fontenla—, y  al embajador de Kazajistán, Bakhyt  Dyussenbayev, se me antoja inaudito. 

El relato de este viaje arranca el 29 de septiembre de 2013 en la República de Kazajistán. Rajoy recala en Astaná y se entrevista con su homólogo kazajo, Nursultán Nazarbáyev, quien, como regalo protocolario, le entrega un libro con 152 fichas de prisioneros españoles en el gulag de Karagandá. He visto estos días las imágenes del momento y la cara de sorpresa de Rajoy es significativa. Desconocía la presencia de estos españoles en aquellos lares y menos en esas circunstancias. Presidencia entrega el legado a los archivos militares.

Evidentemente, había que traducir del cirílico las fichas. Y la sorpresa fue mayúscula. En ese gulag habían convivido republicanos, comunistas, anarquistas, socialistas, ‘niños de la guerra’ y divisionarios. El trabajo de localizarlos era complicado. A ello se puso Enrique Gaspar, director de Nexos-Alianza, el soporte audiovisual de la Alianza de las Civilizaciones que auspició en su día Zapatero con el apoyo de la ONU. Gaspar asegura que la tarea «ha sido ardua, pero gratificante, porque pone en valor el espíritu de estos hombres que, a pesar de sus diferencias, supieron reconciliarse».

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A raíz de las iniciativas de la Alianza de las Civilizaciones se formó un grupo con investigadores, historiadores y militares españoles, alemanes y rusos (antiguos miembros del KGB). Su misión es repatriar a sus países de origen a nacionales fallecidos en la II Guerra Mundial o que murieron en campos de concentración. Entre los investigadores se encuentra el general en la reserva, Salvador Fontenla. Me dice que «los trabajos son complicados, pero hay voluntad y decisión por parte de los militares del KGB que por fin han abierto algunos de sus archivos».

Cuando vi cómo Rajoy recibía esas fichas pensé: «Lástima que entre ellas no estuviera la de mi padre». Pasados unos meses, mi hermana Lola me avisaba de que el diario Faro de Vigo «habla de papá; léelo que aún no me lo creo». Se trataba de un reportaje  titulado Gallegos en el Gulag y ofrecía los nombres de los catorce gallegos que estuvieron en el gulag de Spassk, en el campo 99 de Karagandá. ¡Qué emoción! Leí la lista muy despacio. El  antepenúltimo era  José Manuel Ferreiro, el penúltimo, Antonio Gullón. Sus amigos del alma, con los que había compartido cautiverio. Por fin, el último de la lista era Vicente Román Constante. Su nombre era uno de los errores de traducción. ¡Era él! Constante Vicente Giráldez. Y su ficha reseñaba su lugar y fecha de nacimiento y lo más importante, que su profesión era hornero. No pude más, las lágrimas salían, salían y no paraban. No quise contenerme, no podía. Era el fin de una búsqueda.

Nos había contado que para sobrevivir en el campo y ganar algo de humanidad en su existencia, se dedicaba a hacer pan blanco para los oficiales rusos. ¡Un auténtico lujo en ese infierno inhóspito! Sus guardianes le entregaban a cambio un pedazo de mantequilla, una pastilla de jabón para asearse y una cajetilla de tabaco. Todo un privilegio. Además, tenía la picardía de guardarse alguno de esos panecillos blancos en los que untar la mantequilla. La ración diaria que los rusos entregaban a los prisioneros era de 600 gramos de pan negro (salvado y avena). Él nos contaba que «quería vivir,  otros compañeros tenían otras opciones para intentar paliar su durísima situación; las compañeras presas entregaban su cuerpo, otros ejercían de chivatos...». Pasados los años, cuando en nuestro país se empezaba a comercializar el pan de cereales y otras modalidades y surgían las tiendas especializadas o boutiques del pan, mi padre nos decía que «ese pan negro era muy sano». 

Soldado de Primera, 12123

Mi padre nació en una familia humilde, en A Garda, en la aldea de Salcidos, a las orillas del Miño (Pontevedra). El abuelo Ramón se fue a Cuba en busca de sustento y no volvió. La abuela Dolores se quedó sola con tres niños pequeños y con el apoyo de su hermana, la tía María. El modus vivendi era el campo —en la casa había vacas, cerdos, gallinas y dos caballos—, aunque María también sacaba dinero del estraperlo. En períodos de bajamar cruzaba a pie el río a Portugal. Sin control fronterizo y sin tasas compraba café, azúcar, harina y vino y lo revendía en el pueblo. El chaval del medio era mi padre. Rebelde e independiente y con ganas de ver mundo. Fue el único que acudió al colegio de los Jesuitas. Al cumplir los quince años, Constante dejó los estudios y se alistó voluntario en Infantería de Marina. Treinta meses de mili en la Capitanía de Ferrol y, como era despierto, fue designado asistente de un oficial. Después llegó la Guerra Civil, en zona nacional y le destinaron a los frentes de Asturias y Barcelona.

Acabada la guerra se enroló en la División Azul (10/07/1942). Se alistaron 44.000 hombres. Unos eran falangistas, otros franquistas y algunos lo hicieron por necesidad. Pagaban muy bien y así podía ayudar a su familia. Remitía «los haberes» a su madre. Estaba inscrito en el Regimiento de Infantería número 262, Primer Batallón, Tercera Compañía con número de identidad o de chapa 12123. Tras cruzar la frontera franco-española por Hendaya, se incorporó al ejército alemán en Baviera. Pocos días después se trasladó a Polonia. Y por fin, camino de Vitsyebsk. Y digo camino, porque él y sus compañeros cubrieron el trayecto de unos  mil kilómetros a pie, en jornadas diarias de unos treinta kilómetros en el durísimo invierno soviético. Por último, el tren hasta Leningrado. Estaban empotrados con las tropas alemanas en el frente norte de los arrabales de la ciudad. Cayó prisionero la noche del 10 de febrero de 1943 en la mítica batalla de Krasny Bor. Resultó herido y perdió la visión del ojo derecho.

Las tropas soviéticas con varias divisiones que sumaban 44.000 hombres arrasaron al Regimiento español compuesto por 5.900 soldados. Sólo sobrevivieron unos trescientos españoles y uno de ellos era mi padre. Los obuses caían y caían sin solución de continuidad. Me contaba que en un momento dado «estaba solo, mis compañeros habían muerto, me hice con una ametralladora y disparé hasta que me quedé sin munición. Después seguí a bayoneta calada...». Fue capturado y trasladado al campo de castigo de Cheropoviets. Meses después sufrió los durísimos interrogatorios en la sede del NKVD (futuro KGB) en Lubyanka y finalmente fue deportado con algunos compañeros a Siberia.

Hasta aquí lo que sabíamos por su testimonio directo. Una concatenación de hechos me ha permitido completar la historia. En el marco de la Ruta de la Seda, Jesús de Salvador y José María Chiquillo me invitaron a una conferencia del embajador de España en misión especial para Asia Central, Manuel Larrotcha. Antes había sido embajador en Kazajistán. Cuando le conté al embajador que mi padre fue uno de los presos de Karagandá, me puso en contacto con el general Salvador Fontenla y con José María Bañuelos, ‘niño de la guerra’ superviviente y compañero de mi padre en este gulag.

«Asomaban entre la nieve unas flores, y mi compañero se agachó para cogerlas…los rusos le arrojaron los perros. Hija, no pude ayudarle, porque el siguiente era yo»

El General consiguió el expediente militar de mi padre, que había sido dado por muerto tras ser apresado en Krasny Bor. Por eso no llegaba la pensión a mi abuela. Y entre la documentación figuran tres cartas de ella, fechadas en 1943 y 1944, en las que pide información sobre su hijo y relata su desesperada situación en plena posguerra: viuda y con otros dos hijos. Recuerda que los haberes —la paga— eran fundamentales para su subsistencia.

A la muerte de Stalin, él y los demás prisioneros fueron liberados. Regresaron a España el 2 de abril de 1954 al puerto de Barcelona en el barco griego de bandera liberiana Semíranis. Fueron recibidos como héroes. Sus caras sin apenas expresión tras el sufrimiento lo decían todo. Después, el olvido y a retomar su vida. Fueron once durísimos y larguísimos años de cautiverio, sufrimiento y penalidades. Cuando regresó supo que su novia Mercedes le esperó ocho años. Mi abuela casi se muere del susto cuando le vio llegar. Su hijo era un mutilado de guerra que había perdido por completo la vista de su ojo derecho pero ¡estaba vivo!

Logró una pequeña indemnización con la que ayudó a su familia y no se le ocurrió mejor idea que vender todos los animales de la casa para que la abuela y la tía no se sacrificasen más. Estuvieron sin hablarle algunos años. Las promesas laborales tras el duro cautiverio fueron cumplidas en parte. Primero, como capataz forestal en los bosques de Pontevedra y más tarde como ordenanza en el INP (Instituto Nacional de Previsión), lo que hoy conocemos como Insalud. Un pequeño percance con una máquina de escribir lo llevó al hospital Xeral de Vigo, en el que mi madre era enfermera (no había plazas en Madrid y fue trasladada a la capital gallega). A los seis meses Constante y Queti se casaron.

Emoción y reconciliación

Al fin, pude contactar telefónicamente con el compañero de mi padre, José María Bañuelos. Tiene 87 años y una lucidez clarividente. Cuando le digo quién soy y el nombre de mi padre... me dice cargado de emoción y razón «Giráldez, el del pan». Otra vez «el panadero de Karagandá», mi padre, que había impactado a sus compañeros de cautiverio con su sencilla habilidad de  ser hornero. Bañuelos era comunista, de los de antes de la guerra como se suele decir; fue enviado a Rusia, como ‘niño de la guerra’. Trabajaba en una fábrica de armamento con tan mala fortuna que se le estropeó el mono que llevaba. Fue apresado por robar un uniforme.

Me contó que conoció a Constante en un tortuoso viaje en un tren de madera que les llevaba hacinados desde Siberia a Karagandá. Los detalles de convivencia de presos de distinta adscripción ideológica y su lucha por la vida en compañía son heroicos y emocionantes. Querían vivir, confraternizaban, sufrían, hacían huelgas de hambre por las inmundas condiciones en las que estaban, algún intento de fuga abortado, eran recluidos en celdas de castigo nauseabundas... Bañuelos me decía: «Había días que amanecías con un compañero muerto a tu lado y al día siguiente a ambos lados. Yo me acercaba y los abrazaba para conservar el poco calor que despedían y les cogía su ropa». Sobrecogida por sus relatos, le prometí que pronto me acercaría a Getxo para conocerle. No he tenido que esperar. 

El Embajador de Kazajistán en España, Bakhyt Dyussenbayev, me invitó el pasado 14 de diciembre en Madrid a una recepción en la que celebraban los 25 años de Independencia de la URSS. En el saludo de bienvenida me contó cómo surgió el regalo de las 152 fichas a Rajoy. Como en todos los sitios siempre hay algún ratón de biblioteca que investiga. Era el caso de Marat Absemétov, director de los Archivos Nacionales de Kazajistán quien las encontró. Pero Dyussenbayev me tenía reservada otra sorpresa: «Pilar, tenemos hoy aquí a Bañuelos, el compañero de tu padre, y también están Ana y Elías Cepeda —hijos de otro preso— y Luis Montejano —hijo de un piloto del ejército republicano—, que también estuvieron con tu padre en Karagandá». 

Por fin puse cara a José María Bañuelos. Le abracé como si abrazase a mi padre, fue muy emocionante. Es acogedor, simpático, pícaro y alguien que ha sufrido mucho; al igual que mi padre, reflejaba en su semblante esa inteligencia y apertura de miras tras sobrevivir a tantas penalidades y que les otorga otra dimensión humana. Volvimos a hablar del pan de Giráldez. Me recordó la convivencia entre todos los presos españoles, fueran del «bando» que fueran. Y coincidía con mi padre en una opinión: «Los oficiales rusos nos ‘ayudaban’ aunque fueran nuestros carceleros. Los más agrios, duros e inhumanos eran los presos alemanes, que controlaban el orden en los barracones». Con esto me venía a decir que los teutones eran prisioneros de categoría, eran los auténticos prisioneros de guerra, los demás, en este caso los españoles de la División Azul, eran como ellos, compañeros de cautiverio. Los presos civiles eran considerados espías y traidores.

Los hermanos Cepeda, Ana y Elías también tienen otra larga historia. Su padre fue trasladado desde Málaga a Valencia y enviado en barco a Moscú. En esos momentos el régimen estalinista cuidaba y protegía a estos niños; eran su propaganda. Pero cuando acabó la Guerra Civil fue otro cantar. No llegaba dinero del Ejército Republicano ni del Partido Comunista. Soldados, pilotos y marinos del ejército republicano, educadores y niños se vieron atrapados en terreno de nadie. No todos se nacionalizaron soviéticos. Pocos pudieron salir de la URSS. Muchos se tuvieron que dedicar a delinquir y otros con mejor suerte pudieron estudiar o incluso trabajar.

El padre de Ana, Pedro Cepeda, pudo estudiar música y trabajaba en la embajada de Argentina. Junto con otros españoles intentó huir del país en unos baúles de diplomáticos argentinos. Les pillaron y acabaron en Karagandá. A ojos de los rusos eran traidores porque querían abandonar el país que les había dado cobijo. Cuando Pedro salió del gulag se quedó en Karagandá y después en Moscú. Se casó en tres ocasiones y tuvo cuatro hijos. Su primera mujer rusa le repudió por traidor; había intentado fugarse. Elías, que hoy es músico, nació en Moscú. Volvieron a España y aquí nació Ana. Su vida, como la de Bañuelos, la de otros compañeros y la de mi padre, no sólo es una epopeya. Es un ejemplo de reconciliación, solidaridad y compañerismo. 

Karlag, Spassk 99 de Karagandá

Karlag  era el conjunto de campos de trabajos forzados en Karagandá. Hasta 66.000 presos de 44 nacionalidades pasaron por sus barracones. Y el Spassk 99 era el campo en el que estaba este grupo de españoles, un gulag de la estepa kazaja en el que se hizo de la convivencia, virtud. Se ayudaban, se respetaban. Mi padre ingresó en Karagandá en 1948. La mayoría de los presos habían sufrido la dureza brutal de Siberia, previo paso por la sede del NKVD, Lubyanka, a las afueras de Moscú. Era como el sello de su detención. Les propinaban palizas tremendas, despersonalizándolos, buscando anularles en su voluntad y en sus ideas, fueran comunistas, anarquistas o divisionarios. Después eran enviados a los campos de trabajo forzado en Siberia. Cincuenta grados bajo cero y en esas condiciones a construir carreteras, vías de tren, trabajo en las minas de sal, carbón, uranio... y a sobrevivir. Eran mano de obra gratis.

De esos días de dureza y soledad compartida, mi padre contaba esta vivencia: «Era invierno, con medio metro de nieve, íbamos en formación de cuatro o cinco en fondo, sujetos unos a otros por grilletes en los pies  y en las manos. Asomaban entre la nieve unas flores, yo iba en el extremo y el compañero que llevaba al lado, se agachó para cogerlas... los rusos le arrojaron los perros que nos vigilaban. Lo despezaron». Lo tremendo en la narración de mi padre vino después: «Hija, no pude agacharme a ayudarle, porque sabía que el siguiente era yo. Era mi vida». Esa era su lección de supervivencia, o la muerte segura o la vida propia.

En mayo de 1950 Constante fue deportado al gulag de Borovichi en la región de Novgorod, no lejos de San Petersburgo (la antigua Leningrado). Ingresó en el campo 270 y tuvo tiempo de participar en 1951 en un motín en pleno régimen estalinista. Los presos españoles tuvieron la ocurrencia de hacer una huelga de hambre porque los rusos les retenían la correspondencia de sus familias. El oficial soviético al mando del campo, un tal Makaro, escondió las cartas que los españoles habían enviado a la autoridad correspondiente para solicitar las ansiadas misivas. Alguien descubrió la maniobra. El grupo de presos españoles inició la huelga y se negaron a trabajar. Primero fueron cuarenta  de un barracón, después otros cien y finalmente doscientos. La rebelión fue de tal calibre que se hicieron con el control del campo. La situación duró diez días y fue sofocada por tropas rusas venidas del exterior, que recurrieron al secuestro paulatino de grupos de presos, hasta que controlaron el motín.

Tras la muerte de Stalin (1953), fue trasladado de Borovichi al campo de Rybinsk, en el que fueron concentrados todos los presos que regresarían a España. Mi padre me contó que el traslado al puerto ucraniano de Odessa a orillas del Mar Negro fue más liviano. «El destartalado tren iba parando y podíamos bajar a estirar las piernas y fumar un cigarrillo. ¡Por fin éramos libres!». Tuvieron esa certeza cuando pasaron el Estrecho del Bósforo una vez embarcados en el Semíramis. En el barco regresaron 286 españoles —248 divisionarios y 38 republicanos-— y entre ellos Bañuelos y Constante, mi padre.

En A Garda, durante muchos años, Constante Vicente Giráldez fue conocido como «El Ruso», y mi madre, mi hermana y yo éramos la mujer y las hijas del «Ruso». Fue por el mundo como quería. Tres años de mili voluntaria, tres años de Guerra Civil, tres de posguerra y once años de cautiverio. Un metro 60 de fortaleza y de vida. En 2017 cumpliría cien años. Ahora, 25 años después de su muerte, hemos descubierto que somos también la esposa, las hijas y la nieta —Carlota—, del Panadero del Spassak 99 de Karagandá.  

El origen de los gulag

VALÈNCIA.- En 1973 el escritor e historiador, Aleksandr Solzhenitsyn, con su obra Archipiélago Gulag dio a conocer a Occidente la realidad de los gulag soviéticos. Antes, en 1962,  publicó en la URSS Un día en la vida de Iván Denísovich, que cuenta la vida de un preso cualquiera en un campo de trabajo soviético. Nikita Kruschev autorizó esta publicación para distanciarse de la locura y dureza de Stalin. Solzhenitsyn estuvo once años preso en uno de los gulag. Perseguido por el KGB, fue expulsado de la Unión Soviética a perpetuidad, aunque regresó en 1994 tras la disolución de la URSS. Falleció en 2008 en Moscú. Ahora, con Karagandá, se ha abierto una vía de investigación al desclasificar el KGB parte de sus archivos.

Pedro I El Grande fue el precursor de los gulags. Para construir San Petersburgo a modo de capital occidental utilizó a presos comunes en 1767. Ordenó que la mayoría de los convictos trabajasen en la construcción de la ciudad, el puerto de Roger Vik y varias fortalezas a lo largo del Báltico y de la provincia de Oremburgo. El método se institucionalizó en la figura de las Kátorgas, campos situados en regiones remotas y deshabitadas de Siberia a las que eran enviados los presos para realizar trabajos forzados en beneficio del imperio. Tras la Revolución Rusa de 1917, Lenin utiliza la infraestructura de las Kátorgas para acallar a la oposición del régimen. Pasan a ser campos de represión política. En 1929 se emite el decreto que reguló los «campos correctivos de trabajo» una vez conformada la URSS. Stalin los convirtió en el culmen de la atrocidad, represión y crueldad. Fue una auténtica caza de brujas con detenciones arbitrarias y no sólo de presos políticos. La Gran Purga estaba encabezada por los Generales Nikolái Yezhov y Lavrenti Beria. Se trataba de una arma económica para explotar recursos naturales como la madera y la minería y construir infraestructuras. En definitiva, mano de obra gratis.

Esta realidad quedó reflejada en Los olvidados de Karaganá, documental dirigido por Enrique Gaspar, director de Nexos-Alianza, el soporte audiovisual de la Alianza de las Civilizaciones. Gaspar recoge los testimonios de José María Bañuelos y de los hijos y nietos de otros presos de Karagandá. Narra la epopeya de estos hombres. El documental ha recibido varias distinciones internacionales que destacan su valor por la convivencia de sus protagonistas en un entorno infernal.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 28 de la revista Plaza

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