20/10/2017

¿Es para tanto El Celler de Can Roca?

Comer

¿Es de verdad el restaurante perfecto o una víctima de su propio mito? ¿Merece la pena esperar más de un año por una mesa en Can Roca?

Por | 20/10/2017 | 3 min, 48 seg

El Celler de Can Roca. El sueño de Joan, Pitu y Jordi Roca. El restaurante de los Roca nació en 1967 y su origen hay que buscarlo en la casa de comidas que fundaron Montserrat y Josep (que, por cierto, sigue funcionando ofreciendo cocina tradicional catalana). El Celler de Can Roca, 3 Estrellas Michelin y dos veces mejor restaurante del mundo según la caprichosa lista 50Best —ese cuaderno gastronómico que en realidad nadie lee. Tres soles Repsol y también el primer restaurante no francés premiado por La Revue du Vin de France; el no va más. El Dorado, la Meca del gastrónomo. 

El restaurante perfecto. Ese parece ser el subtítulo que acompaña al Celler desde hace casi una década. La unanimidad es hasta aburrida. Desde los popes de la crónica gastronómica (Borja Matoses, Rafael García Santos, Antonio Vergara, Carlos Maribona, José Carlos Capel o Carlos Espeto) hasta los jóvenes cachorros del Instagram y las revistas de lifestyle. No hay fisuras. El Celler de Can Roca es el Padrino II y chitón.

Memoria. Mis dos primeras visitas fueron de la mano de Fernando Angulo en aquella mesa que reunía cada año a locos del vino de toda España, la tercera fue una cena con la familia y la última, este mismo año con Don Ricardo Gadea —de jefes va la cosa. Las hubo mejores (aquella inmensa cena del 17 de diciembre de 2011) y también no tan redondas. Pero siempre lo sublime. Siempre esa nítida sensación de que este día lo recodarás siempre.

Los gastronómadas (la definición es de Víctor de la Serna, refiriéndose a ese hombre que busca la perfección en el único dominio en que puede esperarse hallarla tres veces al día) peregrinan cada año hasta Girona en busca de ser ungido en esa incomparable sensación burguesa: ‘estoy con los más grandes’. Joan en los fogones, Pitu olfateando jereces y Jordi trasteando en algún lugar tras el carro de postres. Tres hermanos sin rastro de ego; ni cuchillo. Dice el proverbio que el buen corazón quebranta la mala ventura; no debe andar muy desencaminado.

Yo he sido feliz en El Celler. Con una, con dos y con tres Estrellas. Vinos mágicos, postres inolvidables y varios platos fijados para siempre en el panteón de los Coup de Coeur gastronómicos, a la vera del rodaballo de Elkano, los garbanzos de Nerua, el pato pekinés en DiverXo o la royal de erizos en Aponiente (son tantos...). Pero vamos al grano, ¿merece la pena esperar más de un año por una mesa en Can Roca? Sí, sin duda. ¿Será la mejor experiencia gastronómica de tu vida? No, claro que no. ¿Que por qué no? Pues porque no hay mayor enemigo del placer que las expectativas ni mantra más aburrido que el de la excelencia por cojones.

Hay que amar este restaurante, claro que sí. Pero no hay prisa para hacerlo. El Celler es, de alguna manera, el final de un camino, la 9º sinfonía de una forma de entender la cocina, de entender la vida. Pero antes -o sea, ahora- deberíamos aprender a enamorarnos de las cientos de tascas, restaurantes y casas de comidas que esperan en el camino. Conocer las tapas y los finos en el barrio alto de Sanlúcar de Barrameda o los pintxos en Gros. La bodega de Cuenllas, la barra de Árbola en Jorge Juan o los quesos de Monvinic. Los arroces en Casa Carmela, el preludio de Ricard Camarena o las brasas de Ca Joan. Hay que creer en esto, en la mesa como escenario de una vida mejor, más intensa, más cívica, más nuestra. Aprender a amar los detalles (el tono, las copas, el difícil arte del servicio) que subliman un momento tan dado a la intrascendencia. Si tan sólo era comer.

Entonces, y sólo entonces, reserven mesa en Can Roca.

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