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Valencia es historia

Fischer, el ilustrado que descubrió Valencia a los alemanes

Tras haber tenido una nutrida presencia en Valencia durante los siglos XV y XVI, los alemanes perdieron casi todo el contacto con ella. Fue el ilustrado sajón Christian August Fischer quien, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, recuperó su conocimiento, vislumbrando el potencial turístico de la región

| 24/01/2016 | 13 min, 47 seg

VALENCIA. Diderot y D’Alembert habían compilado su vasta Encyclopédie. David Hume e Immanuel Kant habían profundizado en el uso de la razón y la ética. Adam Smith había puesto las bases de la ciencia económica y Jean-Jacques Rousseau las de unas nuevas estructuras políticas para las naciones. En definitiva, el siglo XVIII, la Era de la Razón, había cambiado el mundo a través del movimiento ilustrado y estaba llevando hacia la modernidad a territorios como Francia, Inglaterra, los Estados Unidos o el Imperio Germánico.

¿Pero qué pasaba mientras tanto en España? Las luces no brillaban con tanto fulgor, ni mucho menos, hasta el punto de que el enciclopedista Morvilliers llegó a preguntarse en 1782: «¿Qué se debe a España? ¿Qué ha hecho España por Europa?». La polémica estaba servida. Una ola de indignación recorrió los círculos letrados del país, que respondieron alegando las innumerables aportaciones hispánicas a la civilización occidental. La realidad, sin embargo, era que precisamente aquella era la visión que se tenía de España en el extranjero: una nación atrasada, intolerante e inculta.

De hecho, el viaje iniciático que los ilustrados realizaban para embeberse de los paisajes de la gran cultura meridional, el denominado Grand Tour, se dirigía invariablemente a tierras francesas, italianas o griegas. Como el Viaje sentimental (1768) de Sterne o el Viaje a Italia (1786-1788) de Goethe. Es por ello que la literatura de viajes, tan de moda en la época, era relativamente escasa para el caso español, dominada por franceses y aún repleta, en general, de opiniones despectivas. No resulta extraño, pues, que cuando un escritor alemán, Christian August Fischer, decida visitar España en 1797 tenga que justificar su decisión en repetidas ocasiones.

«¿Quién hubiera querido ir a un país, que, teniendo en cuenta la terrible fama de la vergonzosa Inquisición y de la gran barbarie de sus costumbres, no prometía la más mínima compensación a peligros y molestias de todo tipo?». «Los relatos sobre España inducían a pensar en ella como en un país de salvajes, cuyos habitantes poco podían diferenciarse de los hotentotes». Estas eran sus palabras. ¿Pero quién era aquel Fischer y por qué quiso visitar España?


Un sajón inquieto camino de España

Había nacido en 1771 en Leipzig, la ciudad más grande de Sajonia, territorio fronterizo con los reinos de Bohemia y Polonia. De padres bien situados, tuvo el infortunio de quedar totalmente huérfano a los 6 años, lo que le llevó a crecer en internados de primer nivel, que le proporcionaron una honda formación cultural. Cuando inició su carrera universitaria, primero en Derecho y después en Historia, dominaba el griego, el latín, el francés y el inglés. Sin embargo, su espíritu romántico y el amor a las letras le llevaron a abandonar los estudios para dedicarse a viajar.

A los 22 años se traslada a Ginebra y desde allí visita Turín, Niza, Marsella, Aviñón... No obstante, su modesto capital le obliga a retornar a Leipzig, donde comienza a publicar novelas y escritos eróticos de cierta aceptación, mientras busca trabajo como preceptor de nobles. Dicha ocupación le llevará a Riga, en el Imperio Ruso, pero tras unos pocos años, hastiado por el aislamiento intelectual de la capital letona, decide viajar nuevamente hacia el sur, en este caso, en contra de los prejuicios de la época, a España.

Desde Riga se traslada en barco a Ámsterdam y desde aquí, a causa del bloqueo marítimo instaurado por Gran Bretaña contra el territorio español, se dirige a Burdeos, escala previa a Bayona y su objetivo final, Bilbao, donde llega con 26 años, en junio de 1797. Residirá durante unos meses en la capital vizcaína y se verá sorprendido por el espíritu independiente de sus pobladores. La provincia de Vizcaya, afirmará posteriormente, se parece a los Alpes suizos: una pequeña república autónoma, cuyos habitantes odian las innovaciones, tienen un carácter levantisco y un sumo amor a la patria y las libertades propias.

En octubre partirá hacia Madrid, donde residirá ocho meses recabando información sobre la historia y la cultura del país. Como impresión general, aparte de la pobreza del campo castellano, destacará el orgullo, la pasión y la generosidad que a su parecer conforman el carácter de los españoles, así como su catolicismo, su cerrazón y su repudio a todo lo extranjero. Con todo, observa un progresivo avance de la cultura, que le llevan a augurar que un día España reclamará la atención y el asombro de toda Europa.

El hispanista alemán de cabecera

Tras su estancia en Madrid, Fischer se dirigió a Lisboa, parece que con la intención de trabajar en alguna de las casas mercantiles de la capital portuguesa, pero no logró atravesar la frontera por no tener el visado pertinente. Permaneció, pues, en Badajoz hasta que partió para Cádiz con el mismo objetivo, previo paso por Sevilla, que le entusiasmó por su belleza, pulcritud y bajo coste de vida. En la plaza gaditana, no obstante, no acabó encontrando lo que buscaba: el bloqueo marítimo inglés continuaba y los negocios comerciales se resentían. Finalmente, en consecuencia, decidió regresar a tierras germánicas a finales de agosto de 1798 y se dirigió por el interior de Andalucía y la Mancha hacia Valencia, donde residió ocho días, que le parecieron «el paraíso». Desde aquí embarcó hacia Barcelona y de la capital condal a Génova, donde tomó la vía alpina hasta Dresden, la otra gran ciudad de Sajonia.

Así, tras dieciséis meses de estancia y viaje por España, al instalarse en su nueva ciudad ejerció como el gran divulgador de la cultura hispánica en los dominios del Imperio Germánico. Entre 1799 y 1803 publicó numerosos trabajos sobre España: una guía de conversación comercial, una antología sobre temas políticos y económicos, diversos artículos de actualidad, traducciones de relatos modernos y de clásicos como Quevedo, etc. Además, también tradujo libros de viajes de extranjeros y escribió los suyos propios, como el Viaje de Ámsterdam, por Madrid y Cádiz, a Génova, en los años 1797 y 1798 (1799), las Aventuras de viaje (1801), el Cuadro de Madrid (1802) o el Cuadro de Valencia (1803).

El éxito fue inmediato. Algunos de ellos se editaron varias veces y se tradujeron a diversas lenguas europeas, como el inglés, el francés o el sueco. De hecho, su figura alcanzó tal relevancia en el panorama cultural alemán que fue nombrado doctor por la Universidad de Jena y, tras realizar un nuevo viaje a Francia, obtuvo una plaza de profesor de Historia de la Cultura en la Universidad de Würzburg, en Baviera. ¿Pero cómo es que escribió sobre Valencia si no estuvo más que una semana? ¿Y qué contó sobre nosotros, los valencianos?

Una guía para el turismo sanitario

La de Fischer es la única guía extranjera de la época realizada exclusivamente sobre el territorio valenciano, con dos volúmenes y más de 300 páginas en total, recientemente traducidas al castellano por primera vez gracias a una edición de Berta Raposo y el grupo de investigación «Oswald», de la Facultad de Filología Alemana de la Universidad de Valencia. Dos son probablemente las razones por las que Fischer se decidió a realizarla: en primer lugar, realmente le encantaron Valencia y los valencianos, como deja claro en su primer libro sobre España, y, en segundo lugar, tenía a su disposición la reciente obra del ilustrado Antoni Josep CavanillesObservaciones del Reyno de Valencia (1795-1797), que le facilitó un arsenal de informaciones con el que recrear a sus lectores.

De hecho, el libro se anunciaba como de gran interés para geógrafos, botánicos, comerciantes, economistas y aficionados, por utilizar «la magna y valiosa obra del famoso Cavanilles». En realidad, era una guía descriptiva destinada, por una parte, a trasladar mediante la imaginación a aquellos que no podían desplazarse a un mundo que se anunciaba edénico, lleno de placer, gozo, belleza y tranquilidad, y, por otra parte, a dar consejos prácticos a los que se decidieran a hacerlo, básicamente por motivos de salud, buscando durante unos meses la benignidad del clima que difícilmente podían encontrar en el norte.

Así, la obra se dividía en más de ciento veinte apartados en los que de manera miscelánea y sin orden aparente se trataban los aspectos más variados de la sociedad valenciana y sus diversas localidades, con una atención especial a las ciudades de Alicante, que contaba con una nutrida presencia de extranjeros a causa de su intensa actividad exportadora, y Valencia, que por entonces, con unos 80.000 habitantes, no se alejaba en exceso de Barcelona, con unos 100.000, y Madrid, con unos 160.000. Fischer no tenía dudas: el antiguo Reino de Valencia era «la zona más bella de España, el paraíso de Europa», una Hesperia griega, un jardín andalusí, un lugar eternamente en flor donde «la visión poética del ciclo anual adquiría nuevos encantos».

Para disfrutarlo en todo su esplendor, la recomendación básica era instalarse en Valencia –o en Burjassot o Benimàmet en otoño y en el Grao en primavera, si se buscaban lugares especialmente saludables– y desde allí realizar excursiones periódicas. En la capital se podían contemplar los principales monumentos –el Micalet, la Lonja, el Palacio del Real, el Hospital, la Universidad o San Miguel de los Reyes– y esparcirse en los animados cafés, teatros y paseos –como la Alameda–. En los alrededores uno podía regocijarse con el «esplendor moro» que constituía la huerta y, más allá, con el excelso paisaje conformado por moreras, naranjos, almendros, olivos, algarrobos, granados y palmeras.

Entre las salidas recomendadas se encontraban algunas más cercanas como a la Albufera, el monasterio de Portaceli, la Hoya de Chiva, recomendada por su aire saludable, o Sagunto, imperdible por las ruinas romanas. No obstante, también había otras más lejanas, como la subida al Penyagolosa y las estancias en la «encantadora» Gandía, considerada el paraje más fértil del país, los pueblos pescadores de Xàbia, Calp y Benidorm, o los balnearios de la Vilavella, Altura, Busot y Monòver. Pero, fuese donde fuese, dos aspectos destacaban por encima del resto desde su punto de vista: lo económico de todo y la maravillosa conjunción de factores que permitía un goce de la vida más intenso y delicioso.

La idiosincrasia de los valencianos

Fischer quedó realmente cautivado por el carácter de los valencianos y no se limitó a ensalzarlos por una simple cuestión de romanticismo. La comparación con su Cuadro de Madrid, por ejemplo, es elocuente, ya que en él apenas trata los aspectos colectivos del pueblo madrileño, o en el mismo Cuadro de Valencia, donde habla de los ibicencos refiriéndose a ellos como toscos y alejados «de la dulzura valenciana». Su conclusión era que entre los valencianos «nada hay del serio castellano con su frialdad, ni del falso andaluz con su impertinencia, nada del astuto vizcaíno, del basto gallego ni del rígido catalán: si queréis conocer a los más bondadosos y alegres habitantes de España, viajad a Valencia». Los elogios eran incesantes, ya que el valenciano reunía todo lo bueno de los norteños y de los sureños: «duro como un normando y fogoso como un provenzal». ¿Y qué decir de sus mujeres? Incontestablemente las más hermosas de España, con una simetría perfecta, una complexión clara y brillante, y un tono y un ritmo de voz que fascinaban a cualquier extranjero. ¡Tres veces feliz quien lograra ser amado por ellas, «el símbolo más bello de aquel cielo hespérico»!

En cuanto a las particularidades valencianas, Fischer no hablaba apenas de la gastronomía, limitándose a destacar algunos alimentos como la chufa o el cacahuete. Le llamaron la atención, en cambio, determinadas festividades y tradiciones, como las de Sant Vicent Ferrer («¡hay que honrar a San Vicente o tenérselas con los valencianos!»), los desfiles de Moros y Cristianos (que acababan con una verbena en la que «no falta la alegría típica del Sur»), las partidas de pelota («el juego más habitual y apreciado»), la colombicultura (que había dado lugar a «las competiciones y apuestas de palomas») o los músicos que tocaban baladas satíricas y eróticas en valenciano (lengua que «en lo básico se parece al lemosín» y podía ser comprendida, «incluso al cabo de solo un mes», por todo aquel que entendiera algo de francés o italiano).

En definitiva, Valencia era un paraíso por su clima, su aire, sus paisajes y sus gentes. Un lugar en el que los sentidos se deleitaban, las ideas se despejaban, el gozo vital se hacía más intenso y la salud se robustecía. No en vano, se habían conocido casos de personas, en Moixent, Gandia, Benimàmet o Chiva, que habían vivido más de 120 años. Así que el consejo de Fischer a sus conciudadanos era claro: «¡Oh, Valencia, tierra de la salud y de la duración patriarcal de la vida! ¡Hacia aquí queremos encaminarnos rápidamente para enfrentarnos con más alegría a los años de la vejez! ¡Construyamos aquí cabañas para reencontrar en el seno de la hermosa naturaleza todos los placeres perdidos! ¡Aquí queremos morir, para reposar sosegados y satisfechos en los brazos del último amigo!».

El desdichado final de Fischer

La llamada, evidentemente, no tuvo un efecto inmediato. Aún quedaba mucho para que España se modernizase y para que el propio turismo se convirtiese en un fenómeno de masas. Además, las guerras napoleónicas, que estaban al caer, paralizaron durante un largo período las posibilidades de viajar entre los diversos países europeos. En cualquier caso, la obra de Christian August Fischer asentó las bases para que a lo largo del siglo XIX Valencia fuera algo más que un punto remoto y desconocido para los alemanes. De hecho, siguiendo sus indicaciones, las enciclopedias germánicas de aquella centuria definieron el territorio valenciano como «un país maravilloso que se extiende bajo el más bello cielo de Europa».

Con todo, la figura de Fischer fue declinando pocos años después de publicar su Cuadro de Valencia. En 1809 fue expulsado de la Universidad de Würzburg a causa de las presiones catolicistas de las autoridades bávaras, ejercidas contra un protestante sajón como él, que escribía textos eróticos. A partir de entonces fue malviviendo como escritor y periodista, frustrando su vida conyugal y trasladándose a diversas ciudades como Bonn y Maguncia. En 1829 finalmente, a los 58 años, murió en la pobreza, mientras su añorada Valencia continuaba su propia senda, ajena a los visitantes alemanes. Un siglo y medio después, sin embargo, la historia sería muy diferente y muchos de ellos, en efecto, la comenzarían a escoger como destino turístico para enfrentar con más alegría y salud sus años de vejez.

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