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'HISTORIAS DE CINE'

I como Ícaro, C como Cimino

La muerte de Cimino no es‘real’; el cineasta ‘falleció’ tras el fracaso de ‘La puerta del cielo’, que leconvirtió en un apestado para Hollywood

3/07/2016 - 

VALENCIA. Una de las múltiples especulaciones cinematográficas sobre el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy es la excelente y hoy semiolvidada película I... como Ícaro (1979) dirigida por Henri Verneuil con Yves Montand como protagonista. La metáfora que daba título al filme, la de que a los ícaros se les queman las alas porque se acercan demasiado al sol, a la verdad, se podría aplicar a un gran cineasta estadounidense, personaje de culto, maldito como pocos, que se ha instalado en el imaginario colectivo de los cinéfilos como la metáfora perfecta del gran artista fracasado: Michael Cimino.

Responsable de obras maestras como El cazador, Cimino era encontrado muerto este sábado en Los Ángeles. Tenía 77 años, pero este dato no es seguro. Y es que aunque se da por habitual su día de nacimiento como el del 3 de febrero de 1939, este domingo el periodista Tim Gray de Variety recordaba que ni siquiera esa fecha es segura. Porque todo lo que envolvía a Cimino estaba lleno de un aura de confusión, secretos, mentiras y malentendidos. ¿Se cambió de sexo? ¿Por qué ese extraño cambio de imagen? ¿Era un drogadicto y alcohólico? ¿Era un ermitaño?

La muerte de Cimino, empero, no es real. Como artista su deceso se puede constatar que tuvo lugar antes; por poner una fecha, el 18 de noviembre de 1979, cuando se estrenó en Los Ángeles la primera versión de la película más maldita del último medio siglo: La puerta del cielo. La obra que tenía que haberle servido de consagración, el largometraje que tenía que haberle transformado en una leyenda artística sin igual acabó siendo su tumba y supuso el cambio de destino de Hollywood.

Si durante una década y media los directores habían tomado el poder y la industria se había plegado a los criterios de los creadores, esa dinámica cambió de manera radical y el poder regresó a los financieros, transformando la industria americana y convirtiéndola en lo que es hoy, una mera cadena de producción de entretenimiento masivo. Lo dijo Francis Ford Coppola en su día: “Lo que tuvo lugar después de La puerta del cielo fue como un golpe de Estado encabezado por Paramount”. Lo resumió Martin Scorsese: “La puerta del cielo nos debilitó a todos”.

Un destino y un sambenito para Cimino inimaginable cuando se dio a conocer con su primer largometraje, Un botín de 500.000 dólares (1974), protagonizado por Clint Eastwood y Jeff Brdiges, y cuya influencia ha llegado hasta nuestros días. Sin ir más lejos, la secuencia del tiroteo en la iglesia en medio del desierto que prácticamente abre el film ha sido más o menos imitada por cineastas tan dispares como Quentin Tarantino o Michael Bay, que han bebido de su imaginería. Cimino hasta entonces sólo había participado en dos guiones, si bien eran textos de primera línea. Uno de ellos fue el de Harry el fuerte, segunda entrega de la saga Harry el sucio; el otro, el de Naves misteriosas (1972), uno de los filmes de ciencia ficción más célebres de los setenta en el que compartió créditos con el creador de Canción triste de Hill Street Steven Bochco.

Hace tres años, en una entrevista concedida al productor Vincent Maraval (El luchador, La vida de Adele, Love) para la revista SoFilm, el propio Cimino recordaba no sin petulancia y presunción (el ego era su talón de Aquiles) cómo su éxito no sentó especialmente bien en la comunidad cinematográfica. “Nueve meses después de llegar a Hollywood escribí un guión [el de Un botín…], Clint Eastwood lo leyó, lo compró y lo filmó, y así empezaron los celos antes incluso de que dirigiese una sola película”.

Singular también era. Cimino nunca tuvo una conciencia clara de carrera cinematográfica. De hecho, al no proceder de escuela de cine alguna (estudió arquitecta y arte dramático), siempre construyó sus historias al margen de las convenciones de la industria. Que no le hablasen de tres actos. Ni de puntos de giro. Él sólo contaba historias y para él lo más importante de una película era el ritmo. “Y eso se implanta desde el principio”, le dijo a Maraval. “Cuando uno escribe, no deja nunca de dirigir, y cuando dirige, ha de estar totalmente implicado. Los demás directores dirigen, pero como yo no he estado en una escuela de cine, y no he aprendido como los demás, trabajo como si estuviera escribiendo una novela”.

Algo que se puede percibir especialmente en su segunda película, su obra maestra, El cazador, con la que ganó cinco Oscars, incluyendo el de mejor película y director, y en la que contó con un reparto que incluía a Robert de Niro, Meryl Streep, Christopher Walken, John Savage y John Cazale. En ella el largo prólogo inicial tiene como único fin crear un vínculo afectivo entre el espectador y los jóvenes que irán a Vietnam. Y para ello Cimino eludió los trucos habituales, las prácticas comunes del Hollywood clásico, y apostó por un modelo de narración más literario, con un resultado extraordinario, creando imágenes que después han sido replicadas por cineastas de los más diversos pelajes.

El éxito fue su tragedia. Posiblemente, de no haber mediado el Óscar para El cazador los responsables de United Artists habrían estado más vigilantes con los costes de La puerta del cielo. Perfeccionista obsesivo, Cimino trasgredió los más elementales márgenes de la cordura y se abocó en un exceso continuo durante el rodaje. Desde su elección del reparto, sin estrellas, hasta sus constantes cambios, repeticiones, reconstrucciones y similares, hicieron que la producción disparara su presupuesto de 10 a 44 millones. Y lo que es peor, de manera innecesaria. Según calculaba Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, cuando acabó el rodaje de La puerta del cielo Cimino había rodado el equivalente a 220 horas de película.

Vino entonces la muerte. O el principio de ella. El 18 de noviembre de 1979 mentado se proyectó la versión inicial del film, tres horas y treinta y cuatro minutos. Fue tal el desastre que el propio Cimino accedió a que la película se remontara con un montaje más breve. La prensa se cebó con él. Se habló de que había tenido un presupuesto de medio millón de dólares sólo para cocaína; “aunque hubiera querido, jamás habría podido meterme tanta”, se reiría él con el tiempo. Seis meses después, en abril de 1980 se estrenaba la nueva versión, la comercial, cuyos resultados de taquilla fueron magros y decepcionantes: Apenas 10 millones de dólares, menos de 500 por sala donde se había proyectado. La puerta del cielo era un fracaso. Pero lo que es peor, fue tomada como ejemplo. Y a Cimino le cayó la desgracia de ser repudiado. Podría haber sido cualquier otro cineasta el maldito. Sin ir más lejos, Steven Spielberg tuvo un desastre similar con 1941, y la película es mucho peor que La puerta del cielo. Pero en esta vida vale más caer en gracia que ser gracioso.

Con todo, la verdadera puntilla le llegó con un largometraje que, visto hoy, resulta hasta chocante. Porque a Cimino se le dio aún una oportunidad apenas un año después del desastre de La puerta del cielo. Daniel Melnick, de Paramount, le contrató en diciembre de 1981 para que dirigiera un musical que se iba a titular Footloose, tras despedir al director inicialmente contratado: Herbert Ross. Eso sí, Melnick le advirtió de que si se iba del presupuesto en un centavo, el centavo lo pondría él. Cimino, cómo no, no había aprendido la lección y al mes siguiente le pidió que le dejara reescribir el guión y le aumentara el presupuesto en 250.000 dólares. Melnick le despidió y recuperó a Herbert Ross. La película se estrenó tal cual estaba escrita, con las correcciones habituales, no se fue de presupuesto, fue un gran éxito y Cimino fue definitivamente apartado del olimpo de Hollywood.

Lo que vino después fue la sombra de sí mismo. Cineasta errático, fracaso tras fracaso, Cimino se transformó en una parodia. Tuvo en sus manos proyectos como Motín a bordo (1984), que menos mal que no hizo porque fue otro desastre en taquilla. En 1985 estrenó Manhattan Sur, con Mickey Rourke, un largometraje que visto hoy despierta hasta cierta simpatía y que funcionó bien. Después vino el fiasco de El siciliano (1987), con Christopher Lambert, a partir de una novela de Mario Puzo, posiblemente su peor película, un horror, un espanto. 37 horas desesperadas (1990), de nuevo con Rourke, remake de un film de 1955 de William Wyler, y la emotiva Sunchaser (1996) con Woody Harrelson, se convirtieron en sus testamentos cinematográficos, pálidos reflejos de un talento destrozado. Sunchaser recaudó en Estados Unidos poco más de 26.000 dólares. Con eso está dicho todo.

Pero no hay que engañarse. La caída venía de antes, de mucho antes. Como él mismo comentaba con lucidez a Maraval, “la cosa se complicó por diversas cuestiones. En mi opinión es algo que está más relacionado con la evolución social de los Estados Unidos, con los modelos sociales, que con Hollywood. Hollywood no es más que una representación de los Estados Unidos, no es los Estados Unidos. En los tiempos de los grandes jefes industriales como Rockefeller nadie sabía qué pinta tenían John Ford o Howard Hawks; de hecho, ni siquiera conocían esos nombres. No interesaban a nadie. Personalmente prefiero ese anonimato. Con el paso de los años, sociológicamente, los cineastas se han ido convirtiendo en estrellas, lo cual es terrible. Y eso no tiene nada que ver con Hollywood, sino con los medios: han transformado a los realizadores en entidades visibles. Francamente, creo que a la gente debería darle lo mismo saber quién es Michael Cimino: todo lo que hay que saber sobre él se ve en la pantalla”.

Una afirmación, esta última, que en parte hizo suya, ya que los últimos años de su vida decidió pasarlos en un discreto segundo plano, publicando novelas o preparando proyectos que nunca se verán, obras maestras perdidas para siempre, “todo un cuarto repleto de guiones”, en sus propias palabras. Historias, que insistía, construía sin intención alguna política. “Yo no escribo sobre el fracaso o el lado oscuro del sueño americano”, le aseguraba a Maraval; “no puedo decir nada sobre las conclusiones que se saquen de lo que se ve en pantalla, eso sí, pero puedo hablar de mi intención. Lo único que importa son los personajes, siempre hay una historia de personajes, no vale la pena hacer una película a partir de una idea, no tiene ningún sentido, si no es partiendo de la gente, de la gente de verdad”.

No fue hasta que en 2012 se recuperó la versión original de La puerta del cielo en la Mostra de Venecia que su otra gran obra maestra fue redimida y con él su talento. Entonces se le pudo ver por festivales donde era agasajado por los aficionados y críticos. Se hablaba de su capacidad creativa, de su perfeccionismo, se le invocaba como el gran artista maldito. Si la generación de los cineastas estadounidenses de los 70 tenía a Orson Welles como paradigma de lo destructivo que podría ser Hollywood con sus hijos más talentosos, las nuevas generaciones podrían hacer lo mismo con Cimino, un cineasta al que nunca se entendió, un romántico, y alguien que fue víctima de su tiempo y de su ego.

No fue una recuperación en sentido estricto. Era un tributo. Nadie quiso producirle sus proyectos. Nadie quiso financiar su película en lengua sioux, su adaptación de La condición humana de André Malraux para la que se habló de un reparto encabezado por Johnny Depp, su film sobre el Tour de Francia, su biografía de Dostoievsky… Muchos aplausos pero ni un apoyo. Aún así, este desfile por los certámenes dejó momentos memorables, como su lección ante los invitados al festival de Locarno del año pasado, ante quienes se presentó como un reacher, el que llega al público, y no como un preacher (predicador) o teacher (profesor).

Cimino ha muerto. Pero esa muerte, cabe insistir, no es real. El verdadero Cimino murió antes. Hollywood le mató. Su figura de coloso fue derribada por su perfeccionismo obsesivo y el ansia destructiva de la Meca de los sueños. El hombre, lo que quedaba de él, los despojos, que escribía Ángel González, murieron este sábado. Según el testimonio recogido por Variety, sus amigos le echaron en falta. Llamaron a la policía. Lo encontraron en casa muerto.

Aunque con Cimino no podía ser todo tan sencillo. Según el director del festival de Cannes, Thierry Frémaux, Cimino se fue “rodeado por sus familiares y las dos mujeres que le amaron”, en referencia a Joann Carelli y Calantha Mansfield. Carelli fue su pareja de manera intermitente durante tres décadas, le produjo El cazador, La puerta del cielo y El siciliano, y fue la primera persona a la que mencionó Cimino cuando recibió el Óscar por El cazador. La segunda, hija de Carelli y del compositor David Mansfield, le acompañaba estos últimos años y juntos se les pudo ver en ciudades como Roma o París. Preguntarse cuál ha sido la verdadera muerte es adentrarse en lo personal, en lo humano, en lo privado. El artista murió hace ya mucho tiempo. Los interrogantes humanos que no importa responder, sus palabras, sus mentiras, sus caprichos de genio, sus secretos, se diluirán frente a su obra cinematográfica, su verdadero legado. Hollywood le derrotó, sí; pero al final no le ha podido vencer.

Cimino siendo homenajeado en el Festival de Venecia. 

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