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TRIBUNA LIBRE - #FALLESUNESCO / OPINIÓN

La casa por el tejado

1/12/2016 - 

Todavía me sigo preguntando qué es lo que me gusta de las Fallas. Y lo dice alguien que es capaz de pedirse las vacaciones del 10 al 19 de marzo… para quedarse. A pesar de todos los elementos criticables de una fiesta que ha hecho del exceso una de sus señas de identidad –lo dionisíaco es propio del carácter mediterráneo- sigue teniendo el encanto de la transgresión, más o menos aceptada, de una ciudad que altera su esencia en cuatro días de entrega total. Con todas sus consecuencias. A modo de magdalena proustiana popular y “festívola”, las Fallas han ejercido una influencia decisiva sobre nuestra cotidianidad, asociada al primer impacto que produjo el kitsch desacerbado y el despropósito constructivo del arte efímero, una saturación visual y auditiva que, a modo de espiral incontrolada, nos sumerge en el caos. 

Un caos formidable, cuya parte más absurda es la que más gracia le concede; un caos que implica a tantos y tan diversos agentes. Y pagamos sus consecuencias. Se trata de un maremágnum plural en el que, por fin, parecen convivir la derecha tradicional valenciana y folclórica –que durante mucho tiempo se creyó la única salvaguarda de la fiesta y de nuestras esencias- y las fuerzas de la izquierda progresista acusada de “panca”. Hay espacio para todos. Juntos, sí; pero no revueltos. Pocas sociedades son tan propensas al fraticidio y están tan polarizadas como la valenciana. Y el mundo fallero, representación concentrada y deformada de esa misma realidad, no es una excepción. 

Lo mágico de todo el asunto es que, con sus excesos y absurdos –al margen de la siempre respetable devoción, cubrir de flores a una estructura que representa a la Virgen de los Desamparados, es algo digno del más sublime surrealismo- las cosas parecen funcionar. Aunque sea por inercia, aunque sea porque nos gusta creer que “siempre ha sido así”, por esa magia autoimpuesta de la tradición, que cada uno interpreta libremente, pero que nos sitúa en una perspectiva clara. Perspectiva que implica cultura, implica asociacionismo e implica, sobre todo, valores identitarios. Y es esa potencia humana, ese poder “a pesar de todo” y “a pesar de todos”, que implica a falleros y no falleros –que también tienen mucha responsabilidad aunque sea únicamente porque sus impuestos también van al mantenimiento de la fiesta- lo que hace verdaderamente grande nuestro perfecto caos fallero. 

Por todo ello, recibir el reconocimiento de la UNESCO ha sido un balón de oxígeno para el particular submundo fallero muchas veces más preocupado por encontrar una razón por la que quejarse que por construir. Y lo dice un fallero. Pero sólo los que queremos de verdad una cosa somos capaces de criticarla, sin miedo a que, al más mínimo atisbo de propuesta, se nos tache de antifalleros, que para muchos es sinónimo de antivalencianos. Y el rédito de tan inquisitorial acusación ha sido largo y denso.

Quizá sea un espejismo, pero la euforia desatada por la declaración ha unido, aunque sea momentáneamente, a todo el espectro valenciano canalizado a través del hecho fallero. Es cierto que algunos sectores “hooligan” de la fiesta tendrán que lucir un pantojil “dientes, dientes” pues, a pesar de llenarse la boca con “per València i per les Falles”, ardían en deseos de ver fracasar la propuesta por arremeter una vez más contra Fuset, quien, sin embargo, no ha dejado de reconocer y afirmar que la propuesta del expediente viene de lejos y él ha sido un último aunque decisivo eslabón.

Yo me alegro por Fuset. Sobre todo porque, al margen de la importancia y del prestigio de la declaración, el golpe de efecto es indiscutible. Especialmente después del lamentable espectáculo sufrido por todos durante las últimas semanas con el bochorno del “escotegate” que, por momentos, introdujo el miedo de que la candidatura se viera arruinada. Algunos, hipócritamente, parecieron haber descubierto el agua tibia a estas alturas. Porque todo lo que se desprende de las situaciones de las pasadas semanas pone en evidencia un hecho que muchos son incapaces de admitir: no sé si las Fallas son la mejor fiesta del mundo, pero no son perfectas. Y mirar hacia otro lado o únicamente ir directos a la yugular del enemigo político no ayuda. El machismo, el clasismo, la homofobia –por ejemplo- no son ajenos al contexto fallero. Y no porque las Fallas sean malas, simplemente –nos guste o no- son una extensión más de una sociedad que da la sensación de haber perdido el camino por completo. 

Me alegro profundamente de la declaración por parte de la UNESCO. Es bueno y nos vendrá bien. También por ser un chute de autoestima ante tanto victimismo generalizado. Y, además, mucha gente querida y próxima ha estado directamente implicada. Y me alegro por ellos. De todas formas, este “sello de calidad” da la sensación de ser, para muchos, sólo eso: un sello. Una etiqueta. Un hashtag. Se ha repetido ad nauseam el propósito de la campaña, pero pienso que no ha calado, que la gente lo ha seguido porque es lo que debíamos hacer. Y con muchas ganas. No sé hasta qué punto los falleros –y sobre todo los que pasan de las Fallas- saben su implicación real. Sinceramente, a pesar del prestigio, aquellos que se sienten excluidos de las Fallas no van a cambiar de opinión. Van a sentir, de hecho, que el dominio fallero es más grande y más fuerte.

La didáctica está por hacer. Y en una red asociativa tan compleja, eso pasa por el caso a caso. Por el casal a casal. Falta saber si estamos dispuestos a realizar esa tarea de si es posible que el fallero quiera cambiar o, por el contrario, seguir en su cómodo y cerrado statu quo que ahora tiene una bonita etiqueta. Esperemos que no se quede en eso. Porque sé que las aspiraciones e intenciones de muchos van más allá. Porque, si no, es empezar la casa por el tejado y, por mucha euforia patrimonial que haya, no es la panacea para una fiesta aquejada de muchos males. Como es, por ejemplo, el desprecio constante a los creativos y artistas falleros que, desde todos los frentes y a pesar de ser los responsables de la razón de ser de la fiesta, se ven relegados casi a una comparsa de cierto stablishment a modo de “aristocracia del casquijo”. Stablishment que se materializa muchas veces en un tiránico mecenazgo, en un menosprecio a la lengua y a la cultura en pos del cubata y del cutrehedonismo y en la nauseabunda dictadura mediática de la peineta. 

Ahora, más que nunca, es el momento de coger al toro por los cuernos. Da miedo. Pero nobleza obliga. Que para algo ya somos patrimonio. 

Alejandro Lagarda. Webmaster de Un Nou Parot

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