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La extraordinaria y aventurera vida de Diego de Pantoja y alguna pista para tener éxito en China

15/07/2018 - 

Este año, el Gobierno español conmemora el 400 aniversario del fallecimiento del jesuita Diego de Pantoja. Se trata de una efeméride especialmente simbólica, ya que Diego de Pantoja fue el primer occidental al que podemos considerar estudioso del mundo chino o sinólogo. Pero ¿quién fue este personaje?, ¿qué vida tuvo? Las respuestas a estas preguntas revelan una vida apasionante que bien podrían dar pie a una trepidante película o, más acorde con los tiempos, una serie de televisión.

Diego de Pantoja nació en Valdemoro (Madrid) en 1571. Recibió en Toledo una completa formación por parte de la Compañía de Jesús, probablemente la orden religiosa que más esfuerzos realizó para evangelizar a Oriente. Así, Martín de la Rada y Juan Cobo, ambos toledanos, fueron predecesores de Diego de Pantoja en su interés por China.

El arzobispo Luis de Guzmán (1546-1605), con el que Diego de Pantoja tuvo una cercana relación y autor de la Historia de las misiones de la Compañía de Jesús en la India Oriental, en China y Japón”, le incentivó a que emprendiera el viaje a Oriente en 1596: embarcó en Lisboa, se dirigió a Goa y, en abril de 1597, llegó a Macao (tanto Goa como Macao eran entonces colonias portuguesas).

Diego de Pantoja completó en Macao —plataforma desde donde los jesuitas coordinaban todas sus actividades en Extremo Oriente—su formación en teología durante dos años, en el Colegio de San Pablo. Diego de Pantoja fue encargado de viajar a China para reunirse con otro jesuita, Mateo Ricci, en Nankin (la capital del sur). En aquella época, en teoría, los extranjeros no podían entrar en China, pero Mateo Ricci había estado diseñando detalladamente un plan para acceder a Pekín y tratar de conocer al emperador de la dinastía Ming, Wanli, el centro del poder chino. Ricci sabía que, dado el carácter centralista de la China Ming, solo consiguiendo el apoyo del emperador lograría un eficaz impulso para su acción evangelizadora. En efecto, si se accedía a las élites del país (empezando por el emperador), se podía conseguir una progresiva conversión del resto de su numerosísima población. Sin duda, era un reto muy ambicioso. El primer paso de este plan fue conseguir el apoyo de los mandarines de Nankin, quienes no vieron con malos ojos que los jesuitas agasajasen al emperador con todo tipo de regalos exóticos y desconocidos para los chinos. Los referidos mandarines pusieron determinados medios materiales (buques, escoltas) al servicio de los jesuitas para su viaje a Pekín. El itinerario se realizó a través del Gran Canal, por el puerto de Linqing y luego por el de Tianjin (que sigue siendo el puerto de Pekín), pero no fue hasta 1601 cuando les autorizaron a entrar en Pekín.

Como hemos adelantado, fue precisamente la noticia de la existencia de unos regalos exóticos lo que flexibilizó las rígidas normas que prohibían a los extranjeros el acceso a Pekín y lo que permitieron a los jesuitas instalarse de forma permanente en la ciudad. Los regalos comprendían, entre otros, los objetos siguientes: retratos de Jesucristo y la Virgen María, un mapamundi, un clavicordio y unos relojes. Curiosamente, fueron éstos últimos los que realmente fascinaron al emperador, que instruyó a cuatro de sus eunucos para que aprendieran a manejarlos y, sobre todo, a darles cuerda. También el clavicordio, que era un instrumento musical desconocido en China, llamó la atención del emperador. Como Diego de Pantoja sabía tocar el instrumento, se le requirió que enseñase a tocarlo a cuatro eunucos de Palacio. Tal fue el interés del emperador Wanli que a los jesuitas se les concedió el privilegio de disponer de un subsidio mensual nada desdeñable y la autorización expresa de entrar cuatro veces al año en la residencia imperial de la Ciudad Prohibida. Este último trato extraordinario se debió a que los eunucos fueron incapaces de aprender a reparar los relojes y tuvieron que llamar a los jesuitas para conseguir arreglarlos. Es cierto que el emperador Wanli no se rebajó a ponerse directamente en presencia física ante los “bárbaros occidentales”, pero era tal su curiosidad que encargó a un pintor de la corte que los retratase para poder conocer así su fisionomía con calma.

Una vez instalados en Pekín, tanto Mateo Ricci como Diego de Pantoja se centraron en la captación de posibles nuevos católicos. En la residencia la Compañía de Jesús llegarían a vivir hasta seis sacerdotes. De algún testimonio de la época se puede concluir que la relación entre Mateo Ricci y Diego de Pantoja tuvo momentos críticos debido a sus diferencias en la labor evangelizadora. Podríamos calificar la actitud de Mateo Ricci como más ortodoxa en el sentido de la doctrina católica: no aceptaba desviaciones ni que se cambiasen determinados elementos con el objeto de que fueran más asimilables por los chinos. Sin embargo, la aproximación de Diego de Pantoja se caracterizó por su gran flexibilidad, ya que supo hacer complementarios los principios del confucionismo con los del cristianismo. Esta doctrina se denominó la teoría de la adaptación. Además, criticó abiertamente al budismo, que en aquella época empezaba a propagarse en China, si bien era percibido por las élites como un movimiento perverso y contrario a las buenas y sanas costumbres. Se trata de una manifestación clara de sincretismo filosófico digna de elogio por su pragmatismo y por sus primeros resultados, que fueron muy positivos. Así, la obra que escribió Diego Pantoja, El Tratado de los siete pecados y virtudes, fue elogiado por las élites de Pekín e incluso fue un instrumento eficaz para conseguir numerosas conversiones.

Sin embargo, tras la muerte de Matero Ricci, fue reemplazado como Padre Superior de la Misión por Niccolo Longobardi, que era abiertamente contrario a la teoría de la adaptación mencionada antes. La rigidez de la posición predominante, su activismo radical y, de alguna forma, su obcecación, fueron generando una animadversión creciente entre los altos funcionarios chinos contra la presencia de religiosos católicos en China. A esto hay que añadir que se extendió el rumor (por otro lado nada infundado) de que su Católica Majestad, Felipe II, consideró muy seriamente una invasión de China utilizando como plataforma la presencia española en Filipinas. Por todo ello, los jesuitas pasaron a ser personas no gratas en Pekín debido a su condición de posibles enemigos de China. Y el emperador Wanli firmó en 1616 un decreto de expulsión contra todos los miembros de la misión jesuita en China. Tras un viaje accidentado, Diego de Pantoja (que fue encarcelado durante siete meses en Cantón) llegó a Macao, donde poco tiempo después, el 9 de julio de 1618, falleció tras una corta enfermedad.

Diego de Pantoja vivió una vida extraordinaria de la que se pueden extraer lecciones todavía válidas y actuales sobre formas inteligentes para gestionar ese nuevo fenómeno global en el que se ha convertido China. La primera de estas conclusiones es que solo conseguirás que los chinos estén interesados en lo que ofreces si es algo que ellos no tienen (el clavicordio, los relojes o ahora la tecnología, el diseño). El problema es que China tiene cada vez más y más cosas. Sin embargo todavía podemos enseñarles algo en cuanto a producto, calidad y servicio. En segundo lugar, es necesario amar a China. Y si el amor puede ser, quizás, un sentimiento demasiado intenso, por lo menos interesarse activamente por China, sentirse curioso por China. Así Diego de Pantoja aprendió chino y se interesó especialmente por la cultura y la filosofía china en sus estudios. Y esto los chinos lo aprecian y valoran. Lo que me lleva a la tercera y última conclusión, hay que adaptarse a China. La línea dura de Longobardi fracasó estrepitosamente. La imposición de elementos exógenos a China es estéril. Sola desde el sincretismo (la mezcla de confucionismo con la doctrina católica), la flexibilidad, la complementariedad astuta que permita integrar elementos claramente chinos junto con los que les son ajenos (como algunos de los que se incardinan en la tradición occidental) se pueden obtener triunfos duraderos. Entiendo que estas conclusiones tienen todavía una incidencia práctica indudable.

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