En uno de esos espacios para ‘lo común’, repleto como en los preparatorios de una revuelta, se presentó hace unos días el libro, que es un acto de movilización y se llama ‘Grupo Residencial Malvarrosa: Vivir colectivamente’, está editado por Festiu y es obra de Bianca Cifre y Clara Che. La primera tuvo un flechazo por la casa de la segunda y juntas decidieron abordar qué había dentro de esa rebeldía hecha edificio. Buscar “dar a conocer la historia y el presente de este proyecto residencial, fomentar la posibilidad de crear otras alternativas arquitectónicas y de vivienda, así como tratar de enfatizar la importancia de la arquitectura y el diseño en la calidad y mejora de la sociedad”.
Sus páginas, y también aquel acto, han servido para pasar revista al modelo, para volver a unir al vecindario (el actual y el pasado) y pedirles que ejerciten su relación con el lugar. Cada participante a esa reunión hecha libro termina mostrando la relevancia transformadora de pensar su edificio.
El entramado de viviendas tuvo dos momentos evolutivos: en un primer momento, desde 1973 hasta 1977, cuando se levantó el bloque norte y ya se percibió una voluntad directa de romper con la separación convencional entre espacios comunitarios y espacios privados, y un segundo momento -en parte paralelo en el tiempo-, desde 1974 hasta 1978, que en forma de L permitió escalar el proyecto, incorporar el club social y la guardería, y sentar las bases para posibles ampliaciones.
Aquellos visionarios de los primeros setenta que querían acabar con un sistema que les recluía, lograron en parte su objetivo con un edificio que, cincuenta años después, sigue generando conversación y fracturando convencionalismos. En un momento clave en el que se decide si la forma de habitar es solo un ejercicio de supervivencia o un derecho a la identidad personal, proyectos como éste, en la entrada al Marítim, reivindican otras formas, nuevos capítulos.