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CRÍTICA DE CONCIERTO

Los Conciertos para violín de Mozart: una gran evolución en sólo nueve meses

El Palau de la Música presenta una integral de estos conciertos, junto al de clarinete y el primero de flauta

10/03/2018 - 

VALÈNCIA. David Grimal y el colectivo Les Dissonances abordaron los pasados días 7 y 8 una integral de los Conciertos para violín de Mozart, a los que se añadió, en la primera sesión, el Concierto para flauta núm. 1, y en la segunda, el de clarinete. Los solistas respectivos fueron el propio Grimal en los cinco de violín, Júlia Gállego en el de flauta, y Vicent Alberola en el de clarinete. Sin embargo, esta reseña se referirá únicamente a la sesión del día 7, pues quien la firma se ha sumado a la huelga y movilización de mujeres del 8 de marzo. Es preciso, por ello, reconocer, desde el principio, las inevitables carencias que acompañarán una crónica basada sólo en la mitad del programa.

El nombre de Les Dissonances está tomado del Cuarteto KV 465 de Mozart, último de los dedicados a Haydn, en cuya introducción se producen una serie de sonidos disonantes entres sí, al menos según la armonía de la época. David Grimal fundó en 2004 este colectivo de músicos –solistas o de diversas agrupaciones-, que aceptan el reto de tocar sin director, incluso en obras para una plantilla considerable. En la programación que abordan esta temporada, un ejemplo llamativo de este enfoque se dio el pasado mes de octubre, cuando interpretaron, sin ninguna batuta al frente, la Séptima Sinfonía de Beethoven y La Consagración de la Primavera (Stravinsky) en diversas salas de Le Havre, Dijon y París.

El programa que traían a València requiere, desde luego, una plantilla menor, con la que es bastante frecuente tocar sin director. Fueron, en total, 20 músicos (que, en algunos movimientos, se ampliaron a 22) los que el día 7 acompañaron a David Grimal y Júlia Gállego. Mozart, sin embargo, presenta una dificultad muy específica en cuanto a la falta de batuta: la textura sumamente transparente de su música, donde resultan muy audibles los pequeños desajustes que puedan producirse entre los músicos y que, actuando sin director, es más fácil que se produzcan. En este sentido, cabe aplaudir las tres obras que se ofrecieron el miércoles, pues resultó impecable la coordinación métrica del grupo, entre sí y con los solistas.

Los cinco conciertos para violín de Mozart están fechados entre abril y diciembre de 1775, aunque hay dudas con respecto a la composición del primero, que podría ser dos años anterior. El de flauta es de 1778, y el de clarinete, muy posterior (1791). Los Conciertos para piano siempre se toman como referencia comparativa, pues, junto al de clarinete, suponen la cima más alta alcanzada por Mozart en el género. Si excluimos los de la etapa infantil –varios de ellos adaptaciones de otros compositores-, los otros 20 se escriben desde 1782 a 1791. Los de violín son, por tanto, obras mucho más juveniles, las más tempranas, de hecho, que se conservan hoy activas en el repertorio. No se llega en ellas al nivel de confrontación dramática entre solista y orquesta que alcanza Mozart en los destinados al piano. Pero, no obstante, ya van abriendo camino.

Mozart, en esos nueve meses de 1775, consigue pasar del estilo rococó con que se diseña el primero de violín (eso sí, iluminado por una latente genialidad), a la escritura del núm. 5, mucho más sólida y con un buen catálogo de novedades. El concierto para clarinete es cosa aparte: se trata de una de sus últimas obras, su dramatismo es tan dulce como intenso, y Mozart ya ha llevado el concierto para solista a lo más alto que su época le permite. Aunque Beethoven está ya muy cerca, presto para tomarle el relevo.

Incluso ciñéndonos a lo escuchado el miércoles -los dos primeros de violín y el primero de flauta-, fue posible percibir la línea evolutiva seguida por el compositor de Salzburgo. Se observa, en primer lugar, la tendencia a exigir, progresivamente, un mayor virtuosismo (pero no exhibición vacua) por parte del solista, profundizando en las posibilidades del instrumento. Hay también una atención creciente en cuanto a los detalles de la orquestación, que proporcionan atmósferas cada vez más sugerentes y apropiadas al espíritu de cada obra. Por último, la imbricación entre solista y orquesta es mayor en cada nuevo intento, al tiempo que crece sin cesar la tensión dramática entre ambos elementos. Estamos, pues, en una línea que, sumada a las novedades introducidas en la forma de sonata, concluye en la eclosión del concierto clásico.

El núm.1, KV 207, fue abordado por Grimal, al igual que los otros cuatro, con un Stradivarius “Ex Roeder”, de 1719. En su movimiento inicial, fue ejecutado de forma enérgica por el solista, aunque la afinación pareció menos impecable que en el resto de la sesión. La cadenza (último solo que desemboca en la tonalidad principal y que, en esta época, no solía escribir el compositor, sino que se dejaba al arbitrio del solista), estuvo elaborada, como en sus cuatro hermanos, por Brice Pauset, a petición del propio Grimal. Con alguna excepción, se escucharon en una línea demasiado dura y fragmentada. Supusieron un corte radical con el estilo de las obras y, aun siendo breves, lanzaron fuera de órbita a las partituras. Mucho mejor resultó el Adagio posterior, especialmente atractivo en el aspecto melódico, y bordado por Grimal y su grupo. No estaban todavía presentes, sin embargo (¡Mozart sólo tenía 19 años!), todos los factores que convertirían su música en paradigma del clasicismo.

El Concierto para flauta y orquesta KV 313 contó con la destacada participación, como solista, de Júlia Gállego. En esta obra, posterior en tres años al último concierto para violín, hallamos a un Mozart más maduro, progresando en la forma del concierto para solista, a pesar del poco agrado que el compositor salzburgués sentía hacia la flauta. Gállego, nacida en Altea, mostró bellos registros en la zona media y en los graves, así como un seductor fraseo –sobre todo en el Adagio central- a los que sólo faltó un mayor calado en las dinámicas del piano y el pianissimo. En el tercer movimiento, su gran agilidad le permitió asumir pasajes realmente vertiginosos de la partitura, motivando encendidos aplausos del público. Correspondió con un encore de Marin Marais, basado en Les Folies d’Espagne, en arreglo para flauta, donde la intérprete valenciana volvió a desplegar todas sus capacidades.

Vino después el Concierto núm. 2 para violín y orquesta, donde aumentó el vigor interpretativo, dando un juego mayor a una partitura crecida también en su ambición. Destacaron los efectos de eco entre solista y orquesta, efectuados con gusto y gracia. Grimal hizo cantar a su violín en el segundo movimiento, mostrando una expresión acentuada y unas gradaciones dinámicas más elaboradas que las presentadas en el núm. 1. El Rondó final volvió a ser cancha de oportunidades para el lucimiento del solista, que el violinista francés aprovechó bien.

En la línea ascendente que el propio Mozart marcó como compositor, el núm. 3 también fue servido con una profundización en la dinámica, que había resultado algo plana al comienzo de la sesión. Pero al final, sin embargo, se mostró un abanico más completo, y el último movimiento, apropiadamente situado entre la melancolía y la agitación, fue, sin duda, un colofón perfecto para la primera sesión de esta integral.


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