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cine y teatro

Los dioses luchan en vano: mientras brille la memoria de Stefan Zweig

Llega a los cines una adaptación de Patrice Leconte; mientras, en Sevilla, Excéntrica Producciones, con Sergi Belbel, prepara una obra de teatro sobre la última hora de vida del intelectual austriaco, la antítesis de Hitler

6/11/2015 - 

VALENCIA. Fue uno de los autores más famosos de su tiempo. Fue adaptado al cine por directores de la talla de Max Ophüls, quien trasladó a la pantalla en 1948 Carta de una desconocida. Amigo personal de autores y artistas como Hermann Hesse, Máximo Gorki, Rainer Maria Rilke, Auguste Rodin, Arturo Toscanini o Joseph Roth, Stefan Zweig (1888 -1942) fue uno de los gigantes de principios del siglo XX. Con una vida marcada por las dos guerras mundiales, el austriaco fue víctima de su tiempo, del que era hijo, y como dicta la mitología, fue devorado por Cronos. Convencido de la victoria nazi, Zweig se suicidó en el exilio, dejando tras de sí un legado compuesto por una veintena de ensayos, biografías, relatos largos y, sobre todo, un compromiso vital único.

Podría ser visto, paradójicamente, como el reverso de Hitler. Como él, era austriaco; como él, vio su vida marcada por la I Guerra Mundial, pero su actitud fue siempre la contraria a la del dictador. Hijo de la Viena más culta, erudito, de buena familia, ante el desplome de su mundo personal con la Primera Gran Guerra, enfiló sus inquietudes hacia un mundo sin rencores. Mientras Hitler, educado por una madre protectora que le llenó la cabeza de ínfulas y mitos, volcó su ira en un nacionalismo exacerbado, Zweig intentó creer en una Europa humanista transnacional. Las armas fueron las mismas: las palabras. Los resultados, bien diferentes.

Cuando se suicidó a principios de 1942 en Petrópolis, Brasil, junto a su segunda esposa, Lotte Altman, Zweig era un best seller en sentido estricto. Su obra se había traducido a más de 50 idiomas. Era el autor más leído en alemán en todo el mundo; más que Thomas Mann, más que nadie. Su prestigio era principalmente entre el público culto de la época, gracias a las biografías de personajes como Fouché, María Antonieta o Balzac, y ensayos sobre autores como Nietzsche, Hölderlin, Dostoyevski... Y era unánime. El sueño de cualquier editorial.

Hoy, sin embargo, es un autor aún por descubrir por generaciones. En España, empero, los esfuerzos de una editorial, El Acantilado, han conseguido traer a nuestra época el legado de un autor que sigue siendo motivo de inspiración. Zweig está de nuevo presente en librerías, en centros comerciales, y ha dejado de ser carne de librería de lance. Coincide esta labor con el desembarco este viernes en las carteleras españolas de una película de Patrice Leconte, La promesa, basada en su relato largo Viaje al pasado, que se publicó póstumamente, y los ensayos de una obra de teatro creada a partir de un texto de Antonio Tabares sobre la última hora de vida de Zweig, y que la compañía andaluza Excéntrica Producciones estrenará en Barcelona y Sevilla.

En concreto la pieza Una hora en la vida de Stefan Zweig subirá el telón en la sala Beckett de Barcelona el 17 de diciembre y en Sevilla en La Fundición el 14 de enero. Iniciativa del actor y productor Gregor Acuña-Pohl, reconstruye los últimos momentos de un hombre que creyó en el humanismo paneuropeo, un referente intelectual precisamente en un momento en el que sueño europeo vuelve a correr riesgo de disgregarse, en este caso por una doble crisis, la económica, cuyos efectos aún se sienten, y otra moral, la de los refugiados, que ha puesto de manifiesto los peores fantasmas de Europa, desde su racismo a su aislamiento.

Inteligente observador, Acuña-Pohl destaca la perspicacia del escritor, quien realizó brillantes análisis de su realidad. En este sentido recuerda un articulo suyo en el que hablaba de la globalización y la pérdida de identidad europea a favor de la estadounidense. El artículo, ‘La monotización del mundo’, publicado por primera vez como Die Monotonisierung der Welt en el Berliner Börsen-Courier el 1 de febrero de 1925, es un texto visionario hasta las trancas. “Nueva York dicta que las mujeres han de llevar el pelo corto: en el transcurso de un mes caen, como segadas por una única guadaña, cincuenta o cien millones de melenas femeninas. Ningún emperador, ningún khan, ha tenido jamás en la historia mundial tanto poder, ningún mandamiento del espíritu ha experimentado semejante velocidad…”, escribía Zweig. “Estados Unidos es la fuente de esa terrible ola de uniformidad”, añadía. “Desde el otro lado de nuestro mundo, desde Rusia, con la misma voluntad de monotonía se presiona ominosamente de una forma diferente”.

Posiblemente Zweig no sea ahora un autor tan popular como lo fue en su tiempo, pero su nombre y su legado siguen vigentes. Y así lo ratifica Acuña-Pohl quien pone a modo de ejemplo la ubicación de su nombre en el póster de la obra. “Hemos llegado a la conclusión de que el nombre mas famoso es el de Zweig. Al prestigioso dramaturgo catalán Sergi Belbel [director de la obra], le conoce sobre todo la gente de la profesión. Los actores, ninguno hemos salido en una serie de televisión”, bromea. Así pues, no dudaron. Y la estrategia les funciona. Zweig sigue despertando interés. “La gente nos pregunta en ocasiones por la obra porque cree que representamos una pieza suya. Sabemos que estamos llamando la atención de un público muy concreto, no es el gran público, pero entre los años ‘20, ‘30 y ‘40 era el autor alemán más leído del mundo”, recuerda. Y algo queda.

Cree que con Zweig sucede lo que pasa con muy pocos autores de culto: Es más conocido de lo que se dice. “Muchos han leído sus biografías sin saber que son de él”, comenta Acuña-Pohl. El problema, el quid de la cuestión, es que entre sus piezas más destacadas no se halla ninguna novela larga. Es un autor de relatos y de no ficción, un gran autor sin una gran obra, conviene el actor y director teatral hispano-alemán. El mundo de ayer, una de sus grandes obras, es una autobiografía. No hay un personaje, una historia a la que asirse. Y eso ha limitado la presencia de Zweig en el imaginario contemporáneo.

La promesa, protagonizada por Rebecca Hall, Alan Rickman y el joven Richard Madden, se presentó en el Festival de Venecia en 2013 y su amanerado resultado ha impedido que llegara antes a nuestras pantallas. El gusto por respetar los diálogos largos como si fueran dogmas religiosos, la obviedad de algunas sutilidades muy lejos de filmes tan delicados como Lo que queda del día (1993, James Ivory), hacen que La promesa sea un compendio de algunos de los defectos del llamado cine de qualité, con secuencias aburridas y con desarrollos premiosos. Con todo, algunas virtudes hacen de ella una experiencia digna de tener en cuenta. Como bien señaló en su momento Carlos Boyero, “no es una película deslumbrante, pero sí está narrada con sensibilidad y encanto”. Y está Zweig. La marca Zweig.

El eje de La promesa es precisamente una de las obsesiones que marcó la trágica vida del depresivo Zweig: cómo la I Guerra Mundial había roto Europa. La novela, en la que resulta difícil no ver cierto corte simbólico, relata el reencuentro entre un joven ambicioso y su anterior protectora, amante platónica y secreta, esposa del gran empresario que había apostado por el joven. “¡Dios mío, qué largos, qué vastos habían sido aquellos nueve años, cuatro mil días y cuatro mil noches, hasta ese día, hasta esa noche! ¡Cuánto tiempo, cuánto tiempo perdido!”, se puede leer en la traducción de Roberto Bravo de la Varga para la edición de Acantilado de 2009. El joven prometedor, la nueva Europa, separado de la belleza y de la felicidad por la guerra y los celos de la vieja Europa, el empresario. ¿Y qué es lo primero que hace cuando se encuentran? Lamentarse por el tiempo perdido y la separación, por el desarraigo.

Una tragedia que es en parte la que viviría el propio Zweig décadas después, durante la II Guerra Mundial. Como su personaje, el austriaco se vio obligado al exilio, en su caso forzoso por el ascenso nazi. Pero si su personaje sí tuvo la fe de esperar al final del conflicto, la Primera Guerra Mundial, Zweig, depresivo, no pudo soportar la perspectiva de un Hitler triunfante y no vio el final de la Segunda. Con el recuerdo de los bárbaros nazis que habían quemados sus libros en piras inquisitoriales medievales, tras penar durante años por Reino Unido y Brasil, Zweig se suicidó con Lotte, más que su segunda esposa, su secretaria, su amante fiel, su báculo y su musa. El 22 de febrero de 1942, tras haber puesto en orden el alquiler, donado los libros y dejado su perro a buen recaudo, tomaron ambos una generosa dosis de Veronal y se tumbaron juntos a esperar la muerte. Había llegado el fin de la cultura europea.

Los ejércitos de Hitler no acabaron con el mundo que habían conocido, pero Zweig no tuvo fe y no pudo verlo. Su personaje, el protagonista de La promesa, sí aguarda; vendría a ser como un proyección heroica de lo que a Zweig le hubiera gustado hacer. Su personaje espera y tiene el reencuentro con la amada. “(…) Él, en medio de aquel torbellino de gente que pasaba a su lado en aluvión, no la veía más que a ella, como si fuese lo único que existiera, sustraído al tiempo, sustraído al espacio, en un curioso trance en el que la pasión embotaba sus sentidos”.

Preciosista, un poco cursi, La promesa, pese a sus defectos, contribuye a perpetuar el nombre de un escritor que retrató su tiempo y adivinó perfectamente lo que iba a suceder en el mundo venidero, un espacio en el que los antiguos mitos y modelos ya no tenían cabida. Lo dejó escrito, en 1925, en el artículo citado por Acuña-Pohl. “El nuevo baile lo puede aprender la criada más tonta en tres horas; el cine divierte a los iletrados sin exigir de ellos ni un grano de educación; para disfrutar de la radio basta coger el auricular de encima de la mesa y ponérselo en la cabeza, y ya estará sonando un vals en el oído; contra tal comodidad incluso los dioses lucharían en vano…”. La caída de los dioses fue esto.

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