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LA PANTALLA GLOBAL

Lucrecia Martel ratifica su mirada singular en ‘Zama’

Se estrena la cuarta película de la directora argentina, basada en la novela homónima de Antonio Di Benedetto

19/01/2018 - 

VALÈNCIA. Este fin de semana se estrena en España Zama, la última película de Lucrecia Martel. El trayecto que ha recorrido hasta llegar a nuestras salas comerciales no ha sido nada fácil. Finalizada para poder llegar a Cannes, en mayo de 2017, se quedó fuera de la competición por ser Pedro Almodóvar (uno de los muchos coproductores del film) el presidente del jurado, y además el festival decidió no incluirla tampoco en ninguna de sus secciones paralelas. El siguiente certamen de relevancia era Venecia, ya en septiembre, pero fue presentada fuera de concurso y, por tanto, de nuevo quedaba al margen del palmarés antes incluso de proyectarse. Meses después, nominada al Goya, accede a los cines españoles. Un periplo accidentado, pero mucho menos que la financiación y el rodaje de la película, cuya posproducción se vio interrumpida durante varios meses por enfermedad de su directora. Para colmo, Lucrecia Martel ya venía de un proyecto frustrado anterior, la adaptación del cómic El eternauta, que abandonó tras año y medio de trabajo por desacuerdos con los productores (y que sigue sin avanzar, después de que se hayan barajado nombres tan dispares como los de Gaspar Noé o Juan José Campanella). Entre unas cosas y otras, Martel no rodaba un largo desde 2008. Es curioso que cineastas tan personales como ella o David Lynch (Inland Empire data de 2006) encuentren todo tipo de dificultades para llevar a cabo sus películas, mientras gurús bendecidos por la modernidad como Christopher Nolan o Denis Villeneuve despachan obras faraónicas con el beneplácito mayoritario. Ya lo dijo Luis Buñuel: “La mirada libre del cine está bien dosificada por el conformismo del público y por los intereses comerciales de los productores”. Pero esa es otra historia.

Al final, quizá todos esos retrasos hasta hayan podido beneficiar al film, basado en la obra homónima del escritor argentino Antonio Di Benedetto, publicada originalmente en 1956, pero devuelta a la vida en 2017 no solo por su adaptación cinematográfica, sino también por una esperada traducción al inglés (idioma en el que hasta ahora no estaba disponible) que ha hecho rendirse a sus pies a autores como el Nobel sudafricano J. M. Coetzee, que no duda en calificarla como “la gran novela americana”. Una obra maestra de la literatura en castellano, que se ha convertido en el primer texto ajeno que Lucrecia Martel lleva a la pantalla. Tanto La ciénaga (2001) como La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008), conocida en España como La mujer rubia, se basaban en guiones originales o escritos en colaboración. En un breve pero jugoso texto publicado el pasado marzo, la directora explicaba que adaptó el libro “porque pocas veces en la vida se puede emprender una excursión irreversible y exquisita entre sonidos e imágenes a un territorio decididamente nuevo”. Y añadía: “No soy experta en literatura, ni siquiera una gran lectora de ficción, pero la particular forma de usar el lenguaje que tiene Di Benedetto en Zama permite ver algo que nunca habíamos visto. Una región del planeta que sólo se ilumina al pasar por esas letras. Un mundo levemente extraño, donde a veces los hechos se duplican sin parecerse”. Se entiende que quisiera afrontar el reto de trasladar esas sensaciones al cine.

Tiempo en suspensión

La novela, narra la historia de Don Diego de Zama, un corregidor criollo del siglo XVIII asentado en Asunción (Paraguay), que espera paciente su transferencia a Santiago de Chile o Buenos Aires, para poder estar más cerca de su mujer e hijos. Un hombre, también, que desea ser reconocido por sus méritos, y trata de que los sucesivos gobernadores de la región (la novela se divide en tres partes, localizadas en 1790, 1794 y 1799) intercedan al rey por él. Sin embargo, a lo largo de esos años de espera lo pierde todo (posición, influencia, patrimonio, dignidad), por lo que decide atrapar a Vicuña Porto, un peligroso bandido, en un intento desesperado por recuperar su nombre. Siendo profundamente cinematográfica en la utilización de los recursos visuales y sonoros, Zama, la película, está ligada a su origen literario de manera indisoluble en su capacidad para plasmar en imágenes un texto tildado de “inadaptable”. El protagonista del libro dice al principio: “Debía llevar la espera –y el desabrimiento– en soliloquio, sin comunicarlo”. Y así sucede a lo largo de toda la novela. “Ahí estábamos, por irnos y no”, comenta en otro momento. Que Martel haya sido capaz de transmitir esa sensación evitando la voz en off, traduciendo el conflicto interior del personaje por medio de la puesta en escena, la elipsis, el fuera de campo, los gestos, los sonidos y los silencios es un triunfo fuera de duda.

Caído paulatinamente en desgracia, con un pasado heroico que se diluye en un presente anodino, Diego de Zama es la encarnación de ese imperio español que lo ha enviado a donde se encuentra varado, y que se degrada (guerras coloniales, retrasos en los pagos) con la misma velocidad que su reputación, en un irreversible proceso de decadencia. La humillación y la pérdida de su condición pretérita son las constantes que marcan su tiempo de espera, reflejadas en los inútiles escarceos románticos con Luciana Piñares de Luenga, que ocupan el primer segmento de un film que tiene su punto de anclaje en la ficción histórica, pero al mismo tiempo se define por su carácter fantasmal. En la novela, los sueños juegan un papel fundamental en la configuración del discurso de Zama. En el casting, Lucrecia Martel le pedía a los aspirantes que le contaran un sueño. Toda la película, en realidad, se mueve en esa frontera entre lo vivido y lo soñado, lo real y lo fantástico. Curiosamente, algo parecido sucedía en Jauja (2014), de Lisandro Alonso. La anécdota del casting la cuenta la escritora argentina Selva Almada en El mono en el remolino, un librito escrito tras haber asistido varias veces al rodaje del film. También explica que Daniel Giménez Cacho, el actor mexicano que interpreta de manera soberbia al protagonista, se enojó cuando leyó la novela de Di Benedetto: “Qué tipo gris, qué aburrido. ¡Cómo vas a hacer una película con un tipo así!”, le dijo.

La hizo, claro. Y si los recursos sonoros, un lugar común cuando se habla del cine de Martel, resultan fundamentales para crear la atmósfera de Zama, no es de menor relevancia la maestría con que la directora mantiene el tiempo en suspensión, ya evidente en La ciénaga, su celebrada opera prima. En su cuarta película ha abandonado muchos de los rasgos que caracterizaron su trabajo previo: Sale de los límites geográficos de su provincia natal de Salta, donde se desarrollaron sus anteriores films, toma como punto de partida un argumento ajeno y la acción se sitúa en el pasado, no en el presente. Pero sigue hablando de cuestiones como la espera y el deseo, que recorren toda su filmografía. También reincide en su peculiar tratamiento del espacio, en dos vertientes. Por un lado, nunca se especifica el lugar donde sucede la acción (tampoco el paso de los años tal y como se hace en el libro), lo que le otorga una evidente cualidad alegórica; por otro, están filmados de tal modo que adquieren diferentes connotaciones: los interiores resultan claustrofóbicos e incómodos, en contraposición a la inmensidad de un vasto mar infranqueable que representa la anhelada e imposible huida. Y cuando la historia se traslada a campo abierto, en su tramo final, también el aire (de amenaza, de peligro, de incertidumbre) se hace irrespirable.

La aventura interior

En 2008, mucho antes de que la adaptación (aunque sería más correcto decir interpretación) de Zama fuera siquiera una idea en la cabeza de Martel, Pedro Almodóvar escribía que sus películas muestran “un universo húmedo y próximo a la putrefacción, sin énfasis y a través de detalles tan cotidianos como misteriosos”. Unas palabras que podrían aplicarse igualmente a su nueva película. En una entrevista de la misma época, la directora aseguraba: “El cuerpo es una geografía de una soledad absoluta. Uno está en un lugar en donde nadie más puede estar. Es imposible que alguien se ponga en el lugar de uno. Pero existen estos pequeños trucos que hemos inventado y que, por unos instantes, de manera imperfecta, logran poner al otro en el cuerpo de uno. Permiten compartir lo imposible, salvar esa soledad a la que uno está condenado de principio a fin. El cine reproduce de alguna manera la percepción de lo que tenemos afuera del cuerpo y el otro, por un tiempo breve, va a poder estar en el lugar del cuerpo de uno. Eso va más allá de que sea ficción, documental, fantasía o autobiografía. (…) Cuando uno ve una película, no está durante dos horas frente a una historia: está frente a un proceso complejo en donde otro pretende revelarte su concepción del afuera. Y te pone en su cuerpo. Eso es lo que me fascina de hacer cine”. Es lo que logra, de nuevo, en Zama.

El planteamiento de la cineasta argentina no está lejos del modo en que enfrenta la realización cinematográfica otro director libérrimo e indomable: Werner Herzog. De hecho, existen ciertas conexiones entre Zama y Aguirre, la cólera de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972). Las más evidentes son las que hacen referencia al contexto histórico y geográfico, pero resulta aún más interesante establecer un juego de espejos entre la mirada alucinada de sus protagonistas, la turbación interior de dos personajes que contagian a las imágenes su dimensión simbólica y proponen una identificación perversa con el espectador, al que exigen una reflexión sobre sí mismo. El cine de Martel no resulta complaciente, está cuestionando permanentemente al público, planteándole un reto. “Están esos que son como cazadores furtivos de tramas, y bueno, igual en cualquier película mía, ese espectador se va a perder, o se va a enojar o se va a disgustar”, admitía en una entrevista reciente. “Pero yo creo que si el mismo espectador dice: ‘Bueno, ya está, pasaron cinco minutos, no es lo que yo me imaginaba’, y se entrega, lo va a pasar bien”. Háganle caso. Vayan a ver Zama, la obra de una de las pocas rebeldes que le quedan al cine contemporáneo.


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