el encanto de lo feo

Me gusta comer en bares feos

El feísmo es una tendencia pero puede también que explique un poco cómo somos. La ironía, la distancia y un poquito de verdad recuperada.

| 12/01/2018 | 4 min, 1 seg

Perdonen que les hable de moda otra vez. Será solo un ratito y no va a doler. Resulta que en Francia tienen una manera propia y única de definir la belleza no convencional: Belle Laide, o mujer bella pero que no encaja en los clichés de mujer bella. Si conocen a Lou Doillon -escuchen su canción 'ICU', ya que estamos- sabrán de qué va la cosa. En la moda esta palabra funciona muy bien porque es una industria que bebe, precisamente, de la diferencia que crea cosas nuevas. Tanto que el feísmo (relativo) se convierte muy a menudo en tendencia total. Hay una colección de Prada de 1996 que lo resume muy bien: se llamaba Banal Eccentricity y tenía colores marrones y verdes, zapatos planos y unos estampados horribles. Tan feos que eran bonitos.

Voy a almorzar de vez en cuando a Les Tendes, que no tengo muy claro si es Almàssera o Alboraia pero para el caso da igual. Está en el camino que va de mi barrio a Port Saplaya. Al Alcampo, para entendernos. Y hay unos bocadillos que están bastante bien y atienden rápido y es barato. Siempre está lleno. Pero es un sitio feísimo. Hay cosas como de toros, dibujos raros que recrean los Tinglados del Puerto, un mobiliario cuestionable y muchos cacaos en el suelo. Todos llevan camisetas color blanco agrio. Tengo un grano en la cara y no me lo pienso quitar nunca. Pero siempre vuelvo.

Como nos ocurre en la moda, abrazamos lo feo. ¿Pero por qué abrazamos lo feo? Aquí, un esteta, comiendo en mesas de melamina con las bordes cascados. Probablemente ese bar, como tantos otros, simbolice la influencia de la ironía sobe nuestros modos de vida. La ironía permite que todo pueda convertirse en válido por decisión personal del creador o el comprador. No distinguimos entre lo bello y lo feo porque el sistema nos permite la crítica y la adhesión a la vez: nos encanta lo kitsch al mismo tiempo que finjimos despreciarlo. En la moda, y eso lo explican los sociólogos, la frivolidad interviene en el proceso de construcción de nuestra identidad. Quizá en los bares también.

Otro de mis favoritos es Casa Flor, en el Cabanyal, donde el bocadillo viene completamente envuelto en servilletas de papel de esas finitas que no secan. Todo está increíblemente rico y almuerzas o comes por muy poco. Son simpáticos además. Pero el local, junto al Mercado y en una de esas zonas donde el Ayuntamiento vende ahora casas baratas para ver si alguien las compra y las arregla, no es el colmo del buen gusto. Botellas viejas, fotos antiguas, un altillo de madera que no sabes si es una casa o qué. No importa en absoluto, por supuesto.

Aquí aparece también el fenómeno de la distancia, interesantísimo. Está lleno de parroquianos de siempre y de gente del barrio pero también de público casual que no tiene nada que ver con todo aquello. Pero, ay, qué gracia eso de ir a almorzar a un bar de siempre y un poco feo, con mesas como de camping. Creerse un portuario que descansa media hora. Ver el barrio desde fuera del barrio. En la moda pasa exactamente eso: nos vestimos como la gente que no somos porque solo pagamos el precio de su ropa, no de su realidad. Calentitos desde nuestra cama mullida. El encanto de los sitios feos, quizá, sea que no son del todo nuestros. Para algunos, la vida es como si les pegasen con ella; para otros esa vida es solo un relato ajeno de peltre recuperado.

La semana pasada estuve en Bolonia, una ciudad preciosa. Nos llevaron a comer y ellos, que eran de una marca poderosa y de cosas bonitas, eligieron la trattoria más fea que encontraron. Las cartas de esas como libros de piel falsa, tipografía extraña y platos que fueron. "No hagas caso de la carta, que es vieja, yo te digo lo que hay", explica la señora del restaurante. Las paredes color salmón, que es una cosa muy de los años 90 creo yo. Pero no veas qué tortellini. Todos sacando pecho por encontrar comida buena en lugar feo.

Puede también que estemos cansados de tanta madera y tantas cosas pensadas, ahora que hasta los fast-foods parecen cafés nórdicos. Total, queremos un bocadillo. Un bocadillo en un sitio feo. Y no se me enfaden los bares feos, que lo de feo es un piropo.

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