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crítica de concierto

Un concierto fabuloso en el estreno del nuevo piano del Palau de la Música

La sesión del miércoles, con Fabio Luisi dirigiendo a la Philharmonia Zürich y Hélène Grimaud como solista, fue de lo mejor que ha pasado, en lo que va de temporada, por el Palau de la Música

19/01/2018 - 

VALÈNCIA. Orquesta, director y solista no sólo se empeñaron en hacer bien las cosas. También buscaron nuevos aspectos en las múltiples facetas de las obras programadas. Y sorprendieron al oyente, mostrando detalles y atmósferas que, generalmente, pasan desapercibidos, incluso en una partitura tan conocida e interpretada como el Cuarto concierto de Beethoven.

Fue grande la versión de esta obra escuchada en la sala Iturbi.  Grande porque no traicionaba al compositor, ni a su época, ni a su espíritu. Grande también porque al tiempo, se adaptaba a la época y el espíritu de los intérpretes y oyentes. Esa plasticidad casi infinita se da con la música de Beethoven y con la de algunos más. Porque es algo privativo de las obras maestras la posibilidad de coexistencia entre muchas lecturas, siempre que a la profundidad de la composición –Beethoven, Bach, Mozart, Verdi, Ravel...- se sume la del intérprete: Sókolov, Gardiner, Callas, Michelangeli...  Es entonces cuando las partituras llegan al oyente con las dosis justas de fidelidad al creador y libertad en la ejecución.

Fabio Luisi  y la orquesta Philharmonia Zürich, junto a Hélène Grimaud, dieron un buen ejemplo de todo ello. En el Concierto núm. 4 de Beethoven el inicio fue más quedo y lento de lo que es habitual. Podría pensarse que faltaba “fuego” en una obra que una catalogación rígida ha contagiado a veces de las características de su hermano, el Concierto núm. 5, pero que es mucho más reposada y reflexiva. La parte solista, en manos de Grimaud, pudo carecer del brillo que otros pianistas le han dado en su ya larga historia (se estrenó en 1807), pero Hélène Grimaud defendió su versión por otros caminos. En el primer movimiento, los motivos surgían unos de otros con una naturalidad pasmosa, el fraseo era tan flexible como fresco, y se encontraron momentos para acentuar una dulzura otras veces ausente. La orquesta estuvo ejemplar en todas sus secciones, y el piano sonó con claridad y limpieza. Se trata del nuevo instrumento que el Palau ha comprado, y tiempo habrá para calibrar mejor las prestaciones de este Steinway: los pìanos, como todos los instrumentos, van incrementando su personalidad según quién los toca, según quien los cuida y según la sala que los acoge. 

En el segundo movimiento, más que un diálogo entre orquesta y solista, hubo un ejercicio sutil donde Fabio Luisi establecía distintos marcos que encuadraban el libre discurso del piano. Hubo allí gradaciones exquisitas de la agrupación en toda la gama dinámica, mientras que la pianista, cuando llegaba su turno, daba a cada fragmento una apariencia de íntima improvisación. En el último movimiento, Hélène Grimaud, añadió al nítido sonido de sus intervenciones un sello absolutamente personal, ofreciendo este encantador rondó como si, realmente, se interpretara por vez primera. Fabio Luisi y la Philharmonia de Zürich proporcionaron un ajuste que –si no se huyera del tópico- podría calificarse de relojería suiza. Pero no se quedaron ahí, pues la elasticidad y el carácter cálido de su Beethoven desmentirían cualquier tipo de rigidez. 

Antes y después, por otra parte, hubo mucho más. En primer lugar, la deliciosa obertura del Oberon de Weber, plasmada con toda la magia simbólica que el bosque y sus criaturas prestaron al Romanticismo. Y, en la segunda parte, una impresionante versión de la Quinta sinfonía de Chaikovski. Impresionante por la solidez y sonoridad de metal, madera y  cuerda, por el ajuste métrico ya mencionado, y, sobre todo, por esa capacidad recreadora que, tras Weber y Beethoven, volvió a plasmarse con el compositor ruso. Hubo una tensión sabiamente programada, en el trazo general y en cada uno de los movimientos. Se le dio al tema recurrente, el del destino, ingeniosamente variado, la  importancia que tiene como cimiento de la obra. Hubo una delicadeza sonora nunca reñida con la emoción más intensa. Y, también, un amplio vuelo lírico, unido a la capacidad para establecer contrastes de todo tipo. En definitiva: se percibió un trabajo de orfebre con aliento de escultor.

Sólo chocaron los suizos con algo tan intangible como el recuerdo. En el mismo recinto, y también con la Quinta de Chaikovski, actuaron, hace menos de un año, Temirkánov y la Filarmónica de San Petersburgo, unos rivales prácticamente imbatibles en ese repertorio. El porqué lo son no puede atribuirse sólo a su condición de rusos: muchas orquestas rusas lo tocan peor que la de Zürich. Pero lo cierto es que la sombra de Temirkánov y sus petersburgueses aún andaba volando por la sala cuando los suizos obtuvieron un honrosísimo segundo lugar, sin duda envidiable en obra tan frecuentada.


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