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LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

Un hombre llamado Renacer

Rena (acortamiento de Renacer) mendiga en el centro de Torrevieja desde hace seis años. Pasa el día sentado en un banco mientras vive de la caridad de los vecinos y los turistas. Siempre tiene un libro a su lado. Por las noches duerme en la pinada de Guardamar. Después de muchos meses hablé con él y descubrí que tenemos algo en común: la afición a la literatura y a la soledad. Desde aquí le deseo la mejor de las suertes

9/07/2018 - 

Esta tarde me he acercado al número 70 de la calle Ramón Gallud y no lo he visto. En el banco de granito en el que se sienta había un joven sin afeitar y con una mochila a la espalda y un caballero negro leyendo un periódico (hoy sólo los caballeros negros leen los diarios). Al no verlo me he llevado una decepción. La culpa ha sido mía por llegar tarde al lugar. Eran las ocho; a esas horas el hombre del que quería despedirme ya se había marchado. Por las mañanas lo encontraréis siempre en el cruce entre Ramón Gallud y María Parodi, sentado en el banco que hay al lado de una óptica.

Desde que lo descubrí en septiembre, recién llegado a Torrevieja, apenas ha cambiado de ropa. Salvo en los meses de invierno, cuando se protegía el pecho con un jersey descolorido, el resto del año lo he visto con una camiseta sin mangas, tan ajustada que realza su espléndida barriga; unas bermudas y unas sandalias. El hombre, que tendrá cerca de los cuarenta, está muy moreno. Desde aquel primer día me llamó la atención que nunca faltaba un libro a su lado. Lo he visto leyendo muchas veces cuando me encaminaba al restaurante Belle Époque, mi descanso del guerrero, o mi destino era la librería Santos Ochoa. Recuerdo haberle visto con un libro del gurú indio Osho y, más recientemente, con uno titulado La cabaña. En el lomo llevaba pegada una etiqueta de una biblioteca municipal. Los libros son parte de sus escasas pertenencias, reducidas a una mochila negra de la que saca de vez en cuando un botellín con agua y algo de comida.

Este hombre solitario y lector compulsivo es un mendigo en una España en tiempos de aparente bonanza. Al menos eso dicen los telediarios. A sus pies hay un cartel que dice: “Duermo en la calle”. Una docena de monedas de veinte y diez céntimos permanecen amontonadas en una gorra colocada en el suelo. Cada vez que paso a su lado miro de reojo el fondo de la gorra sin atreverme a parar. Esta tarde pensaba hacerlo pero no ha podido ser. Me hubiera gustado haberle preguntado de dónde le viene su afición por la lectura y de qué manera los libros le han ofrecido consuelo. En estos días del primer verano no dejan de pasar turistas a su lado, y rara vez sacan una moneda para arrojarla a la gorra. Yo, que estoy en esta ciudad por razones administrativas, tampoco le he dado limosna, lo que no dice nada en favor de mi caridad, en el supuesto de que algo conserve de una virtud muy desprestigiada por los partidarios de la solidaridad formal y obligatoria. Quizá le estoy dedicando este artículo para hacerme perdonar mi racanería.

Cuando paso junto a él, siento compasión y vergüenza. Compasión por quien no ha tenido mi suerte y vergüenza por mi insensibilidad hacia él. Nadie quiere desgraciados a su lado

Si lo hubiera encontrado en su casa —ese banco de granito que comparte a veces con otros transeúntes, de cinco metros de largo y uno de ancho— puede que le hubiese importunado preguntándole por las primeras medidas del nuevo Gobierno. Muy probablemente me hubiera mandado al carajo. “¡Por quién me toma! Soy pobre pero no gilipollas”, me hubiera espetado con toda razón.

En la calle y a cuarenta grados

Cuando observo a este hombre a sol y a sombra, tragándose el humo de los coches, con temperaturas ya cercanas a los cuarenta grados, me pregunto si es un representante del odioso patriarcado. No tiene apariencia de ello; más bien será al contrario: es un pagano de la sociedad, la vistamos de patriarcal o de lagarterana. Intento imaginar dónde dormirá, si tendrá familia, cuándo fue la última vez que trabajó, si en su mochila quedan restos de esperanza. Todas preguntas se las hace alguien que carece de autoridad para dar lecciones pues ese alguien, que soy yo, tiene cubiertos los mínimos vitales y no tiene derecho a quejarse. Hasta la fecha, la vida no me ha tratado mal, lo que no quiere decir me considere afortunado. Al menos no he dormido al raso como él. Y sigo haciéndome preguntas: ¿qué hizo que este hombre acabase viviendo en la calle? ¿Cuándo se jodió su vida? ¿Recibió ayuda y la rechazó? ¿Acaso es un farsante?

Cada vez que he pasado junto a él he sentido compasión y vergüenza. Compasión por quien no ha tenido mi suerte; vergüenza por mi insensibilidad hacia él y hacia otros en sus circunstancias. Nadie quiere desgraciados a su lado; nos da miedo el fracaso, el vernos excluidos del grupo. A ese hombre sólo lo he conocido de vista; todo lo que he escrito sobre él han sido meras conjeturas, palos de ciego, excusas para lavar la conciencia, pero estoy seguro de que compartimos algo: sabemos de qué materiales innobles está hecha la soledad y de cómo los libros nos han ayudado a sobrellevarla.

(Al día siguiente regresé y esa vez lo encontré. Era mediodía. Estaba comiéndose un bocadillo. Me dijo que se llamaba Rena (de Renacer) y que era de Elda. Desde hace seis años pide limosna en el centro de Torrevieja y por las noches duerme en la pinada de Guardamar. A primera hora de la mañana se da un baño en el mar. “Me estoy planteando cambiar de vida pero…”, comenta. Le doy la mano y le confieso que comparto su gusto por los libros. Él me contesta que la lectura le ha sido de gran ayuda. Nos despedimos y me da las gracias llamándome “señor”, título que no merezco. Rena, allá donde estés, sea en Torrevieja o en otra ciudad más agradecida, te deseo que tu nombre acabe haciéndose realidad).

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