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LA PANTALLA GLOBAL

No te rías que es peor: El viaje de ida y vuelta de Bill Murray a la comedia

EDUARDO GUILLOT. 24/10/2014 El conocido actor americano regresa al género que le dio fama con 'St. Vincent'

VALENCIA. Es un tópico, pero por eso mismo no deja de ser bastante cierto: Es muy difícil ganar un gran festival con una comedia. La tendencia de los jurados internacionales suele decantarse casi siempre por dramas de grave contenido social, films de denuncia o propuestas formales arriesgadas y tendentes a la abstracción.

Del mismo modo, también se suele valorar más al alza el trabajo interpretativo que conlleva problemas emocionales o retos físicos (ya se sabe cuánto le gusta a Hollywood premiar cambios de imagen o personajes con taras). Lo dijo hace unos años Sofía Vergara (Gloria Delgado en la serie Modern Family): "El Oscar es imposible para mí. Para llegar a ese nivel tienes que acceder a papeles dramáticos, que no sé si yo voy a hacer algún día".

A menudo, para un actor es una bendición encasillarse en un género determinado. Es posible que su versatilidad como intérprete se resienta, pero si alcanza el éxito tiene un seguro de vida. Y tratar de cambiar el rumbo de las cosas no siempre es buena idea. Un ejemplo claro es el de Jim Carrey.

Consagrado como histrión desde sus primeras películas, el giro dramático de ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Michel Gondry, 2004) le proporcionó prestigio crítico (hasta el punto de que hubo quien dijo que demostraba saber actuar, como si la comedia no exigiera dotes actorales), pero resultaba descorazonador acudir a las salas y ver a la gente marcharse al comprobar que no estaba ante la típica comedia fácil de Carrey. Una situación similar a la del público que acudió a ver El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) pensando que se iba a encontrar con "una película de Brad Pitt".

SI ALGO FUNCIONA, NO LO TOQUES

Carrey lo intentaría nuevamente en títulos como El número 23 (The Number 23, Joel Schumacher, 2007), pero su condición de actor cómico se ha impuesto finalmente, hasta el punto de que su última película es Dos tontos todavía más tontos (Dumb and Dumber To, Peter y Bobby Farrelly, 2014), donde retoma uno de sus personajes más celebrados.

En unas semanas se estrenará en España St. Vincent (Theodore Melfi, 2014), una comedia protagonizada por Bill Murray que supone el regreso del actor al género en el que se dio a conocer. De hecho, Murray estaba encasillado en la comedia antes incluso de debutar en el cine, gracias a su trabajo en Saturday Night Live, show televisivo estadounidense mitificado hasta la saciedad por haber cobijado entre sus guionistas a Conan O'Brien, Max Brooks o Larry David, y por ser el trampolín hacia el éxito de humoristas tan importantes como Dan Aykroyd y John Belushi, Steve Martin, Eddie Murphy, Ben Stiller o Adam Sandler, por citar solo unos cuantos de un listado tan extenso como consensuado: Si has estado en Saturday Night Live, esa cantera infalible del humor americano, estás destinado a convertirte en un genio cómico. Sí, estamos en modo irónico.

El show televisivo de la NBC parece haberse convertido en pasaporte a la fama para cualquiera que pise su plató, pero no solo se podrían hacer bastantes objeciones con algunos de los citados, sino que también se podrían añadir los de Chevy Chase o Will Ferrell, muy celebrados desde algunos sectores de la modernidad, aunque a algunos sus gags nos provoquen la misma reacción que a Stewie Griffin, el bebé de Padre de familia.

Pero volvamos a Bill Murray, cuyo talento cómico no solo no osaremos poner en duda, sino que ratificaremos desde el comienzo de su carrera cinematográfica, con títulos tan poco estimulantes como Los incorregibles albóndigas (Meatballs, Ivan Reitman, 1979), El club de los chalados (Caddyshack, Harold Ramis, 1980) o El pelotón chiflado (Stripes, Ivan Reitman, 1981), en los que, sin embargo, quedaba patente su indiscutible valía humorística.

¿Creen que le dieron algún premio por ello? Evidentemente, no, aunque justo es reconocer que en 1977 había ganado un Emmy por una emisión de Saturday Night Live, galardón que compartió con todo el equipo de actores. Pero la intelligentsia del cine no iba a reconocer sus cualidades hasta que cambiara su rictus facial.

Fue en 2003. A las órdenes de Sofia Coppola. En Lost in Translation. Entonces llegó la nominación al Oscar, el BAFTA y el Globo de Oro a mejor actor. Todo de una tacada. De repente, Bill Murray se había convertido en un gran intérprete. Un actor con mayúsculas, que podía recoger grandes premios sin que nadie se avergonzara por ello. Ni siquiera los Globos de Oro, donde existen categorías específicas para la comedia, habían reconocido nunca su trabajo. Como mucho, había estado nominado por Los cazafantasmas (Ghost Busters, Ivan Reitman, 1984) y Academia Rushmore (Rushmore, Wes Anderson, 1998). Pero se había marchado de vacío. Lost in Translation era diferente. Con más aspiraciones.

Lo curioso es que Murray había hecho su primera incursión dramática el mismo año que filmó Los cazafantasmas. La película se titulaba El filo de la navaja (The Razor's Edge, 1984), la dirigió John Byrum (cineasta al que habría que recuperar algún día, aunque solo fuera para recordar que filmó la maravillosa Inserts, en 1974) y adaptaba una obra del prestigioso William Somerset Maugham, que proponía "un viaje al interior de la condición humana y un testimonio extraordinario sobre la búsqueda de la paz espiritual y la felicida de vivir". El actor se implicó en el proyecto hasta el punto de coescribir el guión. ¿Se enteró alguien? Pues más bien no.

HASTA QUE LLEGÓ SU HORA

Por contra, su trayectoria cómica iba viento en popa. Los fantasmas atacan al jefe (Scrooged, Richard Donner, 1988) o la secuela de Los cazafantasmas le mantuvieron en la élite hasta la llegada de 1993, otro año en que realizó una comedia de gran éxito y una incursión dramática que volvió a saldarse con un estrepitoso fracaso. La comedia fue Atrapado en el tiempo (Groundhog Day, Harold Ramis), popularmente conocida en España como El día de la marmota. Una puesta al día romántica del mito de Sísifo que funciona como un mecanismo de relojería y que arrojó un espectacular rendimiento en taquilla.

En el lado opuesto, la interesante La chica del gángster (Mad Dog and Glory, John McNaughton), que pasó sin pena ni gloria, echando por tierra nuevamente la posibilidad de que Bill Murray consolidara su faceta seria, aunque sus repetidas apariciones en los films de Wes Anderson o papeles como el de Bunny Breckinridge en Ed Wood (Tim Burton, 1994) seguían poniendo de manifiesto su enorme versatilidad.

¿Deseaba Murray salir de su encasillamiento y participar en proyectos diferentes y más arriegados? En el libro Sexo, mentiras y Hollywood, Peter Biskind recoge unas declaraciones del actor Ethan Hawke que pueden dar alguna pista sobre el asunto: "Hicimos Hamlet (Michael Almereyda, 2000) por menos de dos millones, un presupuesto realmente bajo para una película filmada en Nueva York, y si lo hicimos fue porque queríamos tener absoluta libertad creativa. A mí no me pagaron nada, y Bill Murray tampoco cobró. Allí no cobró nadie. La hicimos porque nos encantaba". La recompensa estaba cerca. Ya quedaba menos.

Como se ha dicho, el reconocimiento llegó con Lost in Translation, una cinta que el propio actor considera su favorita de cuantas ha filmado y que Sofia Coppola admitió haber escrito pensando en él. Como señala Biskind, no es casualidad que la película se rodara en un momento en que los cineastas de la órbita independiente comenzaron a trabajar en un lenguaje más comercial, por lo que "las estrellas se mostraron cada vez más dispuestas a ayudarlos y alentarlos". Dos años después, Murray incorporaba un papel muy parecido al de Lost in Translation en Flores rotas (Broken Flowers, 2005), a las órdenes de un auténtico icono indie: Jim Jarmusch. El círculo se había cerrado. La rehabilitación era completa.

En St. Vincent, Bill Murray conjuga las dos facetas más identificativas de su trayectoria artística. Por una parte, sabe dar el tono de comedia que requiere su personaje. Por otra, asume el carácter resabiado que conllevan su edad y su experiencia. Quien sale ganando es el espectador, que ya no tiene que escoger entre el Murray cómico y el trágico. Ahora los tiene a los dos juntos. Así sea por muchos años más.

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