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POLÍTICA DESAFINADA

La comunicación política
y la música pop:
esa extraña pareja

CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA. 01/11/2014 La irrupción de Lluís Llach o Eskorbuto en algunos foros políticos sugiere la necesidad de resolver el desajuste entre lo público y la escena rock

VALENCIA. "Mezclar pop y política: me preguntan qué sentido tiene. Yo solo ofrezco, avergonzado, mis excusas habituales". Esto lo cantaba Billy Bragg en 1988. Y más de 25 años después, la pregunta, tal y como le ocurría al veterano cantautor de Barking (Reino Unido), sigue sin tener una respuesta concluyente.

Bragg nunca ha tenido responsabilidad política, claro, más allá de su posicionamiento personal como artista. Pero, ¿qué hacer cuando, quienes sí la tienen, han de enfrentarse a la delicada cuestión de ornamentar sus grandes actos con sonidos que vayan más allá del himno corporativo? El dilema está ahí. Escoger una canción. O escoger unos artistas que pongan música a una escenificación política.

En ese gran circo que constituyen los mítines, los congresos, las asambleas o cualquier otra demostración de fuerza de los grandes partidos políticos, esa elección tiene muy poco de casual. Enmarcar determinados discursos entre determinados sonidos puede ser un acto en el que intervenga el azar, en mayor o menor medida. Pero el trasfondo que revela esa elección, incluso en aquellos casos que resulten poco premeditados, siempre desvela un imaginario cultural concreto por parte de quien la esgrime. Y eso, para qué negarlo, acaba teniendo una proyección pública.

LA ESTACA ETERNA

Proclamemos la obviedad: el rebosante vertedero de mugre en el que los principales partidos de este país han convertido nuestro tablero político está alcanzando cotas irrespirables. Con un protagonismo prominente para las dos siglas que gobiernan desde Madrid en los últimos tres años, y que tantas varas de mando municipales y comunidades autónomas (como la nuestra) detentan desde hace casi veinte.

Los vicios de un bipartidismo enquistado, sumido en el clientelismo y la corrupción (en un estado de escasa tradición democrática e históricas reminiscencias picarescas) no han hecho más que colmar la paciencia de gran parte de la ciudadanía. Ante este estado de cosas, es lógico que el discurso del tan ansiado regeneracionismo tan solo cale entre la masa electoral si lo enarbola Podemos: una formación de nuevo cuño que recoge gran parte de la indignación que cristalizó el 15 de mayo de 2011.

Hace tan solo un par de semanas, el partido de Pablo Iglesias (al que algunas encuestas dan ya como la primera fuerza en intención de voto) celebraba su asamblea ciudadana en el Palacio de Vistalegre madrileño. Situados en la izquierda del espectro ideológico, pero también ante la necesidad de pulir ciertas aristas para ocupar esa centralidad en el tablero político a la que claramente aspiran, era previsible que no cerrasen el acto al son de La Internacional.

Eso hubiera, sin duda, alimentado las fauces de esa Brunete mediática (en connivencia con medios nominalmente progresistas) tan ávida por lapidarles mediáticamente. ¿Cuál fue, pues, el himno emblema que cerró el acto y enardeció a su plana mayor, entonándolo a voz en grito? Nada más y nada menos que ‘L'estaca', el tema que Lluís Llach compuso en 1968, y que se perfiló como un canto a la libertad en medio de aquella travesía del desierto que fue una dictadura de casi 40 años. No fueron pocos quienes, en las redes sociales, se hicieron cruces.

Paradójicamente, la nueva formación reclama su espacio propio para luchar contra la vieja guardia política con un himno del antifranquismo. Quizá con cierto margen para ser moldeado a las circunstancias del momento (intención confesa de Juan Carlos Monedero), pero indeleblemente ligado a una generación y a una lucha que forman parte de otra generación, por mucho que los estragos de sus secuelas admitan más de un debate.

¿Es posible luchar contra la denominada "casta" con un himno que precisamente remite a la generación de la que esa misma élite procede, y cuyos integrantes a buen seguro habrán entonado en algún momento? Quizá para algunos dinosaurios, así sea: el consejero delegado de Badalona Comunicació, Albert Fernández Saltiveri (PP), intentó censurar la utilización del tema de Lluís Llach en Filmets, un festival de cortometrajes celebrado el fin de semana pasado en la ciudad catalana. Qué casualidad. Así de delirante.

Recabamos la opinión de Fernan del Val, profesor de sociología de la UNED y miembro del grupo de investigación MUSYCA (Música, Sociedad y Creatividad Artística), quien además anda enfrascado en una tesis doctoral sobre la música rock en España en el contexto de la Transición. "Me sorprendió mucho el uso de esa canción", nos comenta, al tiempo que comparte la idea de que "es absolutamente contradictorio que utilicen un tema tan arraigado a la cultura del 78: quizás es que en Podemos sigue latiendo algo con pana y coderas". Quizá no sea fácil entablar un discurso regeneracionista que tenga un correlato musical popularmente arraigado en nuestro país. Ya sabemos, la fina línea que separa el alegato del panfleto, y la escasa penetración popular de determinados discursos, gestados muchas veces desde la independencia. O desde los márgenes de la industria.

En todo caso, los contornos sonoros en los que se puede mover la nueva formación son aún confusos. Tal y como asevera Del Val, "musicalmente, el discurso de Podemos ha sido pobre: algún acercamiento al mundo del hip-hop, algún cantautor, la relación amor-odio con Joaquín Sabina... es curioso que con lo politizado que está el indie español ahora mismo no hayan aprovechado esa ola de indiegnación, si se me permite el palabro".

Y no le falta razón en este último punto: no son pocos los músicos del ámbito independiente que han mostrado sus simpatías por la formación de Iglesias. Así que quizá sea solo una cuestión de tiempo. O de modulación del mensaje.

MUCHA POLICÍA, POCA DIVERSIÓN

Otro reciente episodio sonado ha sido la intervención de Xabier Mikel Errekondo, el portavoz de Amaiur en el Congreso de los Diputados. Se amordazó en plena intervención en el hemiciclo (en protesta por la Ley de Seguridad Ciudadana que promueve el gobierno) y acabó cantando ‘Mucha policía, poca diversión', el clásico que Eskorbuto compusieran en 1985.

Al margen de lo discutible de su pertinencia, la anécdota revela hasta qué punto las proclamas del rock radical vasco han seguido prolongándose en el tiempo. Quizá ante la escasez de himnos vindicativos con el vigor necesario para tomarles el relevo. "Me sorprende la mera cita de Eskorbuto en un foro político, y me parece positiva, por lo escasas que son", comenta Del Val, para quien el problema es, realmente, más de fondo, casi estructural: "Tengo amigos que se toman a chufla que tenga en casa libros sobre Los Brincos, lo que me parece un buen indicador del poco conocimiento general que hay sobre la historia del pop español".

Obviamente, la extrañeza que aún a todos nos provoca que cualquier político español utilice citas extraídas de nuestra tradición musical (algo perfectamente natural cuando se trata de literatura o hasta filosofía) hunde tristemente sus raíces en nuestra propia idiosincrasia como pueblo: "El problema, creo, es que los españoles estamos a años luz de la cultura musical de muchos países, no sólo de los anglos, y me da la sensación de que valoramos muy poco el pop-rock autóctono (y ahí creo que la prensa especializada tenéis parte de la culpa, por un exceso de anglofilia)", comenta Del Val, quien también cree que "nos falta cultura política en España a la hora de discutir sobre estos temas: somos pasionales, hablamos con trazos gruesos, con estereotipos muy arraigados (facha o rojo), lo que da como resultado que cuando un artista opina sobre política se suele desconfiar de él: o es un vendido que busca sacar tajada acercándose a cualquier partido, o es un sociata o un pepero, sin términos medios". Al menos, queda el halo de esperanza esbozado en los últimos tiempos: "Obviamente, el 15-M y sus ecos están cambiando estos posicionamientos".

MENTIRA MISERABLE

Por mucho que haya quien, como el periodista Víctor Lenore (en su estimulante ensayo Hipsters, Indies y Gafapastas, editado por Capitán Swing), argumente que "la Movida y el indie han sido la banda sonora del bipartidismo", cuesta rastrear ese poso en cualquiera de los discursos de los políticos de nuestro país. Puede que Eduardo Madina, Patxi López o hasta Pedro Sánchez sean fans de bandas como Los Planetas, Los Punsetes, La Habitación Roja o The Magnetic Fields, pero no es algo que se refleje ni por un segundo en sus discursos. Ni siquiera en forma de guiño anecdótico. Y no digamos ya en las complacientes escenificaciones del poder de convocatoria de sus respectivos partidos.

En países como EEUU, es más que habitual que los mítines de los dos principales partidos se ilustren con los temas de conocidos músicos afines a la causa. Y en el Reino Unido, crisol de la cultura pop al fin y al cabo, esta clase de asuntos se dirimen con una naturalidad tal que en ocasiones cuesta reconocer que compartamos el mismo continente. O planeta. El pop es allí incluso una herramienta que los políticos estiman necesaria para la legitimación  de sus políticas ante los sectores más jóvenes de la población. Que le pregunten, si no, a Tony Blair.

Muy celebrada fue la sorna con la que David Cameron y la oposición laborista polemizaron hace casi cuatro años en la Cámara de los Comunes británica, en plena refriega por la masiva huelga de estudiantes. Y todo a cuenta de su afición por The Smiths. De hecho, una de las mejores fotos de los altercados de aquellos días es una instantánea de Oli Scarff en la que una estudiante, enfundada en una camiseta de la banda, encabeza una de las protestas subida a una valla. El caso es que aquella destreza dialéctica (ya no solo por las referencias pop) se antoja difícilmente trasladable a nuestro escenario político.

Era previsible: a Morrissey y a Johnny Marr no les hizo ni pizca de gracia eso de tener que contar entre sus adeptos al Premier británico. Y llegaron a la conclusión (absurda) de que debían "prohibirle" esa devoción, como si eso fuera debatible. Quizá lo que intentaban exponer era su negativa a que cualquier texto suyo fuera utilizado con fines opuestos a su ideología.

Eso nos retrotrae a principios de 2011, cuando vivimos aquí un episodio parecido tras una sesión del Congreso de los Diputados en la que Alfredo Pérez Rubalcaba (a la sazón vicepresidente de gobierno) citaba una canción de Amaral para defenderse de las invectivas que le lanzaba el diputado popular Ignacio Gil-Lázaro.

La respuesta no tardó en llegar de parte del propio Juan Aguirre, una de las mitades del dúo de Zaragoza, en una línea muy similar a la estipulada unos meses antes por The Smiths. Y la expuso sin pelos en la lengua, con la misma rotundidad con la que perfilaron esa enmienda a la totalidad política española que es el tema ‘Ratonera', su último single, promocionado por un controvertido video clip.

Esas reacciones de algunos de nuestros músicos tienen su correlato en muchos de los textos que últimamente vienen empleando. Abiertamente disconformes, con mayor o menor fortuna lírica, con el actual statu quo. Así las cosas, se antojan harto lejanos (aunque solo hayan transcurrido seis años) los tiempos en los que la élite musical del país se alineaba públicamente a favor de una opción política, pidiendo directamente el voto. No corren buenos tiempos para gestualidades como la que suscitó José Luis Rodríguez Zapatero en torno a su dichosa ceja. Ni para la reproducción del rancio star system con el que se identificó durante años al Partido Popular: Julio Iglesias, Norma Duval, Bertín Osborne y demás especímenes de su particular ámbito cultural.

Fernan del Val lo achaca, al margen de a la peculiar situación política que atraviesa el país, a factores de mayor recorrido: "Revela la excesiva politización de la cultura, con relaciones muy viciadas con el Estado, por las subvenciones", expone, y también al hecho de que "los artistas tienen miedo a ser encasillados, a que se les cuelgue el sambenito del "clan de la ceja" o algo parecido". En el caso concreto de Amaral, coincide en lo esencial (y evidente), que es "reflejo del descontento, o del desprecio, que la ciudadanía siente hacia la clase política".

Llegados a este punto, quizá la única fórmula para que la música pop contribuya a iluminar, en la medida de sus posibilidades, ciertos discursos políticos, pasa no solo por la puntería de los músicos a la hora de inventariar su desalentador entorno con ánimo transformador (algo que va, afortunadamente, en aumento), sino también por un recambio generacional en la élite gobernante. Porque ese puede parecer un aspecto colateral, pero no deja de ser sintomático acerca de la normalización cultural de un país. Como dice Del Val, "eso pasa por construir una cultura política menos partidista y forofa, más plural y participativa, con menos injerencias políticas y con mucha más educación musical: casi nada. Pero algunas de esas barreras se están rompiendo".

También decía Billy Bragg, al final de esa misma canción y entre otras muchas cosas, que uno puede ser "activo con los activistas o dormilón con los dormilones". Pues eso.

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1 comentario

Carlos Marco escribió
04/11/2014 09:59

En Valencia, Compromís usaron la canción de Seniori el Cor Brutal "El signe dels temps" para su campaña de las últimas autonómicas y fue un acierto total. Era perfecta. Por otro lado, espero que Ciudadanos en Valenciano use a su insigne militante Francisco para ambientar los actos electorales, aunque todo puede ser.

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