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CRÍTICA DE CONCIERTO

Jean-Yves Thibaudet, un músico de amplio recorrido

En el concierto del jueves la cima más alta estuvo en Ravel

30/11/2015 - 

VALENCIA. No es la primera vez que Thibaudet toca en Valencia. Tampoco lo ha hecho siempre en solitario. Se recuerda con admiración, por ejemplo, una dramática versión del Concierto para la mano izquierda de Ravel, compuesto para el pianista Paul Wittgenstein, que había perdido su mano derecha en la Primera guerra mundial. Fue en 2001, en el podio estaba Lorin Maazel, y se ofreció, como esta vez, en el Palau de la Música. En un repertorio bien distinto –aunque en la misma sala y en fecha más reciente (2014)- lo escuchamos junto a la mezzosoprano Angelika Kirchschlager, donde lució una clara sensibilidad como acompañante.

Ha actuado en la ópera –Metropolitan- representando el papel de pianista-espía (Fedora), toca como solista en bandas sonoras de películas, hace música de cámara, participa como jurado en concursos pianísticos, y ha grabado muchísimos discos, especialmente de música francesa, pero no sólo de música francesa. En esta su interés no se ha circunscrito a Debussy y Ravel, sino que también ha abordado, entre otros, a Saint-Saëns, d’Indy y Messiaen. Bucea asimismo en partituras estrictamente contemporáneas. Y también en el jazz, con un disco donde transcribe los solos de Bill Evans y otro con temas de Duke Ellington. En definitiva: parece desarrollar una frenética actividad en cualquier ámbito donde se toque el piano. Incluidas clases magistrales y algún club nocturno.

La velada de este jueves, sin embargo, se movió en las coordenadas tradicionales de un concertista. Eso sí: puso sobre el tapete la Sonata núm. 1 (que en realidad es la núm. 2) de Schumann, interpretada muy pocas veces, aunque resulte difícil entender por qué tanta hermosura permanece medio velada. El resto del programa, por el contrario, era muy conocido: las Escenas de niños, también de Schumann, y, para la segunda parte, dos obras de Ravel: Pavana para una infanta difunta y Miroirs.

Las Kinderszenen son trece deliciosas miniaturas que plantean una mirada adulta sobre el universo infantil. La dificultad técnica no es muy alta, pero ahí precisamente reside su trampa: no pueden hacerse en ellas alardes de virtuosismo, y el pianista tiene que conquistar al público con la pura música que encierra cada una de esas joyitas. Alguien podría pensar, sin embargo, que no son piezas “sobre” los niños, sino “para que las toquen” los niños. Craso error. El objetivo didáctico ya lo cumplió Schumann con su “Album para la juventud”, donde a la escasa dificultad técnica se unen –con alguna excepción- atmósferas interpretativas al alcance de los principiantes. Pero en las Escenas de niños no ocurre así: hay que acertar en la expresión de cómo, desde el mundo adulto, se contempla a un niño con miedo al hombre del saco, por ejemplo, o cómo disfruta desde un caballito de madera, o cómo mira el fuego de una chimenea. No es fácil decir todo eso con tan pocas notas. Pero Schumann lo hace. Y el intérprete tiene que dibujarlas –así se lo escuchamos a Thibaudet- con sencillez y sin empalago, huyendo de adjuntar manierismo a aquello que no lo tiene, o a aquello que no es brillante porque no quiere serlo. Si se duda sobre la severidad de tal enfoque, basta recordar algunas versiones que circulan por ahí del número más conocido, Träumerei, ampulosas y azucaradas, utilizadas como música de fondo para encuentros de enamorados, bodas y ocasiones semejantes. Cuando en realidad sólo se trata del ensueño de un niño, eso sí, visto con la ya irisada perspectiva de quien ha dejado de serlo.

En la Sonata núm. 1 de Schumann hay más campo para la subjetividad del oyente, entre otras cosas porque las indicaciones de la partitura en los múltiples cambios de tempo no son demasiado precisas. Los dos temas básicos del Allegro vivace en el movimiento inicial son un fandango poco conocido del propio compositor, escrito tres años antes, y la Scène fantastique: le ballet des revenants, de Clara Wieck (su futura esposa). Hay otro aspecto, de cara a la interpretación, que sobrevuela este Allegro: ¿se sitúa en la visión tradicional de ese Schumann que divaga un poco cuando afronta las estructuras clásicas de sonata y sinfonía? ¿O, por el contrario, se pone el foco sobre la herencia de Beethoven -aun sin su implacable coherencia- apuntando, por ejemplo, -ya que hay un vigoroso espíritu que la recuerda- a la grandiosa Sonata “Hammerklavier”? Tratándose de una obra bastante abierta, el intérprete adquiere en la elección una gran relevancia, pues tiene a su alcance un variado abanico de posibles y hasta contradictorias lecturas.

En la de Thibaudet Beethoven no estuvo demasiado presente, pero la sonata se leyó con una atenta mirada hacia el mundo interior de Schumann. En todos los movimientos, por otra parte, el pianista mostró un importante catálogo de cualidades: sensibilidad delicada, gran capacidad para colorear el sonido y cantar con el piano, huída del efectismo fácil, instinto certero en el manejo de los pedales, y –cosa rara en este país- amor hacia las dinámicas suaves marcadas pianissimo. Sin olvidar su habilidad para realizar vertiginosos recorridos por el teclado. Hubo algún roce en los inmisericordes pasajes de acordes, pero es que el pianista francés parece moverse mejor en las atmósferas etéreas, sutiles, casi delicuescentes, que en la ejecución de bravura, sobre todo cuando tal bravura es de corte germánico.

Como era de prever, Ravel se adaptó como un guante a sus maneras pianísticas. Tocó la Pavana sin amaneramiento, dejándola transcurrir como un noble eco que llega del pasado. En cuanto a Miroirs (Espejos), el título es significativo, ya que hace referencia a imágenes irreales y fantásticas, a la inseguridad en la percepción, al mundo de los sueños. Como señala Theo Hirsbrunner, los tonos utilizados son tan altos o tan graves que el oído tiene dificultad para localizarlos. Algo similar sucede con la métrica, muy complicada, o con la percepción de las melodías, casi desaparecidas en medio de los arpegios. Destaca Hirsbrunner la incertidumbre y la oscilación que hay en Una barca sobre el océano, que Thibaudet transmitió evocando con fluidez el movimiento del mar con los ondulantes arpegios de la mano izquierda, mientras la derecha proporcionaba cambiantes pinceladas de color. Antes, en Noctuelles, había trazado los vuelos absurdos, contradictorios y bruscos de los fantasmas nocturnos. Y sonaron efectivamente tristes, casi agónicos y raros, los Oiseaux de la segunda pieza, mientras que en La vallée des cloches, fue explorando las más diversas sonoridades de las campanas, desde la tintineante a la hueca, moviéndose todas en un atmósfera de transparente nitidez. Se cierra Miroirs con La alborada del gracioso, donde hubo de nuevo cierta inseguridad en la limpieza de algunos ataques. Pero bueno: pelillos a la mar. Porque el fraseo idiomático y la gracia rítmica resultaron una excelente compensación.

El público pidió más música, y recibió dos regalos: el Intermezzo op. 118 de Brahms y un estudio de Chopin (op. 25/2)

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