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crisis en otro símbolo de la economía valenciana

Lladró, el sueño enterrado

La emblemática empresa valenciana ha pasado a manos de un fondo de inversión tras una larga crisis de resultados envuelta en disputas familiares por el control de la gestión

| 26/01/2017 | 14 min, 54 seg

VALENCIA.- El pasado 23 de diciembre, Juan Lladró levantó por última vez la copa de Navidad en la empresa que fundó en 1953 junto a sus hermanos José y Vicente. Acompañado por sus hijas Rosa y Ángeles, emocionados los tres, el mayor de los fundadores pidió perdón a aquellos trabajadores de oficinas que quisieron acercarse, por un hecho que se iba a materializar el 5 de enero: los Lladró vendían la compañía. El empresario de 90 años dijo que la familia había intentado hacerlo lo mejor posible, pero que después de 16 años de pérdidas en el negocio de la porcelana y de haber tenido que despedir a más de 260 trabajadores en 2016, la venta era la mejor opción para asegurar la supervivencia de la compañía.

La entrada de un inversor ya se planteó hace año y medio pero fue abortada por el patriarca, que controla el 70% del capital de Sodigei —sociedad matriz de Lladró—, lo que no hizo sino prolongar la agonía de la empresa, acrecentar la angustia de los trabajadores y provocar más disputas en el seno de la familia. Juan Lladró terminó su alocución con una petición a los empleados: que colaborasen con el nuevo propietario, PHI Industrial, un fondo inversor domiciliado en Madrid especializado en el rescate de empresas familiares venidas a menos.

¿En qué momento se jodió Lladró?, cabría preguntarse parafraseando a Vargas Llosa. La familia sitúa el detonante en la caída de las Torres Gemelas en 2001 tras el ataque terrorista de Al Qaeda contra Estados Unidos, que representaba el 40% de sus ventas de figuras de porcelana. Los números lo corroboran: Se paralizó el mercado mundial de objetos de lujo, cayeron las ventas y la empresa, que había superado todas las crisis petroleras, financieras e inmobiliarias durante medio siglo, se vio superada por este bache que ni siquiera fue una crisis. 

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Sin embargo, los propios fundadores de Lladró han dejado escrito que el germen hay que situarlo más de dos décadas antes, en los años ochenta, cuando la Ciudad de la Porcelana inaugurada en 1969 es la fábrica de sueños, se gana dinero a espuertas y la familia se codea con reyes, presidentes, papas y artistas de talla mundial. Cada uno de los hermanos reclama su protagonismo, Juan y José pugnan por el liderazgo y Vicente, árbitro involuntario, alterna los apoyos sin otro premio que la ingratitud. 

Sin un protocolo que ordene la entrada de la segunda generación —cuatro hijas de Juan, tres de José y tres hijos, dos de ellos varones, de Vicente—, el imperio de la porcelana se convierte con los años en paradigma de empresa familiar arruinada por una guerra fratricida. El título de uno de los libros de José Lladró es una tesis al respecto: Del milagro al despropósito. Quítate tú que me pongo yo.

El milagro

Durante décadas, los Lladró fueron el emblema del empresariado valenciano. Desde aquel pequeño local en el pasaje Rex que abrieron en 1957, año de la muerte de su madre, habían ascendido hasta lo más alto, con una tienda de ocho plantas junto a la Quinta Avenida de Nueva York que inauguraron en 1989. En tres décadas y media habían forjado un imperio con más de 2.600 empleados, la gran mayoría mujeres de Tavernes Blanques, Almàssera y otras localidades vecinas. Los tres emprendedores, pese a sus caracteres bien diferentes, supieron convivir rotando en los puestos de dirección. Unidos por un pacto realizado ante su madre por el cual jamás se separarían, aprendieron a convivir al tiempo que administraban un negocio que no dejaba de crecer. José tenía el perfil más empresarial; Vicente, el más familiar, solía despedir sus años al frente de la empresa aumentando los salarios; mientras que Juan era considerado el más industrial. Su ascenso económico y social constituía una suerte de milagro, un sueño, el epítome de los triunfadores hechos a sí mismos.

Tras consolidarse como empresa en los años sesenta y realizar los primeros progresos en el mercado estadounidense, la ambición de hacer crecer las ventas llevó a los hermanos a idear el Club del Coleccionista, una operación que democratizó aún más la presencia de sus figuras en el mercado. Su consolidación en Estados Unidos llegó a partir de finales de los años setenta tras adquirir su distribuidora Weil Ceramic en una operación liderada por Juan Lladró. Su hombre allí fue Hugh Robinson, veterano de la II Guerra Mundial, quien entre 1985 y 1994 fue clave en la eclosión de la firma. Para su expansión encontraron un aliado en estrellas de Hollywood que hicieron de las figuras de Lladró un icono de belleza kitsch. Con el fin de ganarse el afecto de las celebridades del cine y la televisión, la filial americana realizó donaciones para financiar una gala de los Oscar y aportó mucho dinero al equivalente americano del montepío de actores. En la residencia para actores retirados de Los Ángeles hay un Jardín Lladró. También figura su nombre en la nueva Catedral Nuestra Señora de los Ángeles, para cuya construcción recaudó fondos desde el centro Lladró en Berverly Hills.

EL ENFRENTAMIENTO ENTRE LOS LLADRÓ SE HIZO TAN INSOSTENIBLE QUE EN 2007 DECIDIERON SUBASTAR EL NEGOCIO DE LA PORCELANA ENTRE LOS TRES. GANÓ JUAN

Fue así como la porcelana de Lladró pasó de ser el must decorativo de cualquier familia de clase media estadounidense a entrar en la categoría de lujo. Actores como Michael Douglas o Lauren Bacall y cantantes como Michael Jackson comenzaron a coleccionarlas. Todo parecía idílico, pero bajo la superficie latían profundas desavenencias que se agudizaron con los primeros contratiempos. A principios de los noventa, los agresivos objetivos de crecimiento saturaron el mercado americano con una sobredistribución. Sólo en la ciudad de Houston llegaron a tener cien puntos de venta. «Desde el escaparate de una tienda podías ver otra», recuerda un ejecutivo de aquella época. Esto obligó al primer recorte serio con el cierre de 3.000 puntos de venta en un sólo día de 1994. El golpe de autoridad devolvió a Lladró el carácter de exclusividad tan querido por las marcas de lujo. La firma pareció recuperarse con la distribución en menos locales que cumplieran estándares de presentación y atención a clientes.

La incorporación de la segunda generación se había materializado en 1984 con la entrada en el consejo de administración de un vástago de cada uno de los fundadores. Rosa, Mamen y Juan Vicente habían vivido la empresa desde que nacieron y aportaban juventud y una formación mejor que la de sus padres. Rosa es licenciada en Bellas Artes, Mamen en Empresariales y Juan Vicente es arquitecto. Sobre el papel, una combinación de saberes ideal para Lladró. Pero sus padres eran aún relativamente jóvenes —el mayor, Juan, tenía 58 años— y no pensaban ni de lejos en la retirada.

El despropósito

Lladró continuaba en la cresta de la ola, abriendo tiendas en Manhattan, Los Ángeles, Tokio o París. Libros, periódicos y congresos de economía la ponían como ejemplo de empresa familiar; Juan, José y Vicente, forjadores de una leyenda... los tres hermanos que, sin embargo, hacía años que no salían juntos en ninguna foto. Y es que las relaciones entre ellos habían entrado en un atolladero del que no iban a salir. En una ocasión Juan le llegó a confiar a un ejecutivo que le enervaba la posibilidad de morir antes que sus hermanos. A José le dolía no sentirse apreciado, idea que ha plasmado en varios libros. Y Vicente, en su mundo, lamentaba que todo el dinero conseguido no le diera lo que más deseaba: una esmerada educación.

En 1994 intentaron resolver los roces dando la dirección a Rosa María, la hija mayor de José. Licenciada en Derecho por la Universidad de Navarra y MBA por la de Washington, sus ideas no gustaron a sus tíos y primos, que acabaron destituyéndola tres años después. Es entonces cuando se vislumbra que no todo es del color rosa pastel de las inocentes figuras de Lladró. «Aquí tu padre es tu jefe, tus tíos son tus jefes, nunca puedes desconectar y cuando no aceptas las normas del clan, te machacan». Así explicaba al diario El Mundo su salida de la empresa, cinco años después, la hija mayor de José Lladró. Rosa María se alejó del emporio familiar para dedicarse a negocios inmobiliarios y vinícolas y lanzó un vino con la marca Duque de Lladró que le hizo romper definitivamente con su familia.

35 MILLONES DE EUROS: ES LA CIFRA DE NEGOCIO DE LLADRÓ EN 2015 (ÚLTIMA CONOCIDA), TRAS UNA PROLONGADA CAÍDA DE LAS VENTAS. EN 1998 FACTURÓ MÁS DE 140 MILLONES

La empresa demandó a su exdirectora por el uso del apellido, al ser Lladró una marca renombrada, y logró que los tribunales le prohibieran utilizarlo. La hija díscola intentó entonces, en 2003, salir del accionariado —tenía un 11%—, pero la venta estaba restringida por los estatutos: la empresa tenía derecho preferente de compra al precio que saliera de una valoración independiente. Los 623 millones de euros en que Deloitte valoró el 100% del grupo no le parecieron suficientes —para ella valía casi el doble— y forzó una junta de accionistas en la que planteó la salida a Bolsa. La derrota fue contundente. Rosa María se dedicó desde entonces al negocio inmobiliario hasta que falleció por un cáncer en 2010. El 2% a que había quedado reducida su participación en Lladró tras el reparto accionarial de 2007 lo heredó Alfonso, el único hijo de su matrimonio con el hoy diputado del PP Rubén Moreno. 

El cisma familiar se aireó justo cuando la empresa registraba las primeras pérdidas de su historia. Tras alcanzar la cima en 1999, con 75 millones de dólares facturados en EEUU, el desplome en 2001 del mercado del lujo hizo que las ventas de Lladró iniciaran la cuesta abajo. «Aquello fue un antes y un después», admite un antiguo directivo de la empresa. «La demanda artificial que habíamos creado en América desapareció con el cambio de valores en la sociedad», añade. Los ingresos caían ejercicio tras ejercicio mientras sus fábricas mantenían el nivel de producción y llenaban los almacenes de figuras que no encontraban salida.

Es entonces cuando los fundadores, ya septuagenarios, aceptaron apartarse. Para ello, crearon a finales de 2003 un consejo en el que estaban representados dos hijos de cada uno —Rosa y Ángeles, Mamen y María José, Juan Vicente y David— junto a dos independientes. Este consejo decidió dar la dirección por primera y única vez a un profesional ajeno a la familia y fichó a Alain Viot, directivo francés con 17 años de experiencia en el sector del lujo. Unos años antes, los Lladró habían comenzado a diversificar su oferta con la compra de una parte de la firma de joyería Carrera y Carrera, que completó Viot y que en 2010 se vendió a un inversor ruso. La estrategia del directivo francés, que no logró devolver el grupo a beneficios, pasaba por diversificar e introducir diseños menos clásicos dirigidos a un público más joven. Una estrategia que se cruzaba con las disputas familiares. Los fundadores mantenían el control accionarial, el 33% cada uno en propiedad o en usufructo, y no dejaban de meter baza. La situación se hizo insostenible y en mayo de 2007, cuando nadie sospechaba la inminencia de la crisis en ciernes, la familia tomó una decisión drástica para acabar con las disputas: sortear el control del negocio de la porcelana.

Subasta entre los hermanos

El sorteo, que devino en subasta en sobre cerrado, lo ganó Juan. Nunca se revelaron las cantidades con las que pujó cada uno, pero seguro que fueron muy superiores a la ahora ofrecida por PHI Industrial, que tampoco se ha hecho pública. Según aquel acuerdo, Juan Lladró se quedaba el 70% del negocio de la porcelana, y sus hermanos, el 15% cada uno, mientras el resto de los negocios, sobre todo agrícolas e inmobiliarios, se los repartían José y Vicente. Pocos días después, los Lladró ganadores de la subasta despedían a Viot, «lo que permite restituir la agilidad en la toma de decisiones sin necesidad de una gestión delegada o ajena a la familia», afirmaban en un comunicado que hoy suena a broma. A la vuelta del verano la economía empezaba a ralentizarse, un año después quebraba Lehman Brothers y en el cuarto trimestre de 2008 España entraba en recesión por primera vez en 15 años. Lladró ya no se recuperó. En 2011 tuvo que vender su edificio de la Quinta Avenida y se mudó a Madison Avenue, una operación que la familia vistió de estratégica, fiel a su rutina de no admitir en público la existencia de problemas. 

Los que se quedaron la empresa culpan del definitivo hundimiento a la crisis; los que se marcharon, especialmente José Lladró, señalan a Juan y a sus hijas. De lo uno y de lo otro hubo, y también un tercer factor que reapareció con el tiempo: la discordia, ahora en el seno de la familia de Juan. Tres de sus hijas, Rosa, Ángeles y Mari Luz, se involucraron en la gestión, esta última a través de su marido, Ignacio Jara, a partir de 2012. La situación empeoraba en paralelo a las discrepancias sobre la estrategia, especialmente entre Jara y su cuñada Rosa. En 2015 la familia estudió por primera vez la entrada de un inversor, pero Juan Lladró lo frenó. En su lugar, se nombró un consejo de administración de cinco personas en el que volvían a estar representadas las familias de José y Vicente, pero duró seis meses porque cuatro consejeros dimitieron al bloquear el patriarca la contratación de un consejero delegado externo.

El siguiente paso es el último, la venta, acordada en apenas seis meses desde que se encargó a una consultora la búsqueda de un inversor. La junta general de accionistas de Sodigei -matriz de Lladró- aprobó la operación el pasado 5 de enero. Se vende el negocio de la porcelana pero no los inmuebles, ya que la propiedad de la Ciudad de la Porcelana se trasladó a Sodigei, a la que la nueva Lladró pagará un alquiler durante al menos diez años. El nuevo propietario es PHI Industrial, un fondo liderado por Alexander Wit que tiene como accionistas al 50% a Jordi Bricio -mano derecha de Wit- y María Cantero. El fondo posee ocho empresas compradas en los últimos años cuyo denominador común es que estaban en crisis. Cinco seguían en pérdidas al cierre de 2015. 

430 trabajadores: Es la cifra aproximada del personal de Lladró en el momento de la venta. El grupo llegó a tener 2.600 empleados

Lladró se vende con una plantilla diezmada por bajas, prejubilaciones y el ERE de 2016, pero aún importante, de unas 430 personas. El prolongado declive que sufrió habría tenido como consecuencia en cualquier otra gran empresa un ERE mucho más temprano, pero la estrecha relación de los Lladró con su plantilla, con empleados que habían estado con ellos durante décadas, pesó más que los criterios económicos. La firma se había forjado sobre tres pilares: familia, tierra y trabajo. Así que se confiaron a esta última idea sin escuchar las advertencias de algunos de sus ejecutivos: aquella crisis no la salvaban sólo trabajando.

Se tomaron decisiones, pero no drásticas. Reacia a los despidos, Lladró se decantó por las prejubilaciones y por mandar a los empleados a casa parte del año, primero con contratos fijos discontinuos y, cuando Trabajo vetó esa fórmula, con la del ERE temporal. Pero la situación no remontaba y algunos trabajadores llegaron a quedarse prácticamente sin prestación, de modo que la solución empezó a ser un problema. El ERE definitivo llegó con toda su crudeza en el primer trimestre de 2016, con la salida de 268 trabajadoras —así, en femenino, es como las citan los sindicatos por afectar sobre todo a mujeres—, el 38% de la plantilla del grupo.

El proceso fue especialmente traumático por el perfil de las personas que perdieron su puesto de trabajo, la mayoría sin más currículum que décadas de trayectoria en los talleres de Lladró y sin más formación que la experiencia en la empresa. Y ni siquiera el ERE fue suficiente. A los pocos días de ejecutarlo, ya comenzó a negociarse un nuevo ERE temporal que detuvo por completo la actividad en la fábrica durante julio y agosto. A éste, con toda probabilidad, le aguarda uno nuevo en 2017 que ya será aplicado por el nuevo propietario.  

* Este artículo se publicó originalmente en el número27 de la revista Plaza

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