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Netflix, Dostoievski y la literatura colonizada

26/07/2017 - 

VALÈNCIA. Imaginemos un pintor en medio del campo, con su caballete, su paleta de colores y sus pinceles favoritos. Se detiene, cierra un ojo, observa el paisaje y continúa con su labor. Lleva ya cuatro días pintando y siente que va a ser su mejor obra, que esta vez conseguirá captar exactamente el alma del paisaje. Entonces, de pronto, irrumpe otro hombre en la escena, coloca un extraño instrumento de madera sobre un trípode, pulsa un botón, espera unos minutos y se va con el paisaje impresionado en una placa metálica. Estamos en el siglo XIX y se acaba de inventar la cámara fotográfica.

El pintor tiene dos opciones. La primera es oponerse al nuevo invento: “Eso no es arte” “Eso lo hace cualquiera” “Es una moda pasajera” o “¡Quieren sembrar el caos!”, pueden ser algunos razonamientos. Bastante trillados, por cierto. Razonamientos que esconden siempre, desde el principio de los tiempos, el miedo a perder el estatus. La segunda opción es más rara. Consiste en asumir que el tiempo de la pintura tal y como se conocía ha acabado y que la labor del pintor es reinventarla.

La mayoría —por interés, estrechez de miras o verdadera pasión por el paisajismo— elige la primera opción: sigue pintando sus cuadros al óleo, despotricando sobre ese invento del diablo que es la fotografía. Pero esos no nos importan: aunque algunos triunfaron en su época a la larga nadie los recuerda. Nos interesan esos pintores que vieron la fotografía como un reto. Si la fotografía puede copiar la realidad mejor y más rápido, tal vez hay que buscar otra realidad, pensaron. Y bajo esta premisa algunos genios como Monet o Picasso, en lugar de andar todo el día quejándose, renovaron la pintura creando el impresionismo, el expresionismo, el cubismo, el abstracto…

Obviamente no hablo de pintura. Al menos no solamente de pintura. Hablo de todos aquellos que se aferran al pasado, incapaces de adaptarse al presente. Prefieren criticar porque es más fácil hundir la cabeza del adversario en la piscina que intentar nada más rápido.


Series y novelas

El cine acabó con muchos lectores. Cuenta historias similares y con muchos más aderezos que una novela, ya que combina las palabras con elementos teatrales, visuales, musicales… Pero las películas nunca fueron un verdadero rival para el libro: sus historias son más espectaculares y requieren menos esfuerzo por parte del receptor, pero es imposible resumir una novela en dos horas. ¿Qué película puede dar cuenta de la complejidad de un personaje como el capitán Ahab de Moby Dick, de las sutilezas de la sociedad en la que vive La Regenta o del amplio universo que supone Macondo en Cien años de Soledad? Al pasar tantas horas sumergidos en la lectura, en esos lugares y con esos personajes que el escritor describe, acabamos conociéndolos, comprendiéndolos, haciéndolos nuestros. Ninguna película podía darnos eso. El cine, por su corta duración, estaba abocado a contar de forma superficial. Los saltitos de Indiana Jones o Han Solo frente a la humanidad desgarradora de Alonso Quijano o Anna Karenina.

Entonces llegaron las series. Y la novela tembló. Porque debido a su larga duración han conseguido competir contra las novelas en complejidad, matices y profundidad. ¿No podría ser Walter White (Breaking Bad) un personaje salido de la retorcida mente de Dostoievski, una especie de Raskolnikov al que odiamos y amamos a partes iguales, al que comprendemos y no por ello deja de repugnarnos? ¿No podríamos comparar la visión aérea de Baltimore (The Wire) con el París que describen en sus obras Balzac o Zola? ¿Sus diferentes estratos y fronteras invisibles, sus tipos, sus reglas sociales, su cara visible y su cara invisible, sus vicios y sus virtudes? ¿No es el doctor House un trasunto perfecto del Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle? ¿En qué se diferencia Horatio (C.S.I.) de Hércules Poirot o Pepe Carvalho?¿El mundo de la serie Juego de Tronos no es tan vasto y detallado como el de las novelas en las que se basa? ¿No hay una inquietante similitud entre una telenovela venezolana y una novela folletinesca del s. XIX o de una novela rosa? Better Call Saul me parece una tragedia galdosiana, lenta y profunda, similar a Misericordia. Lena Dunham analiza en Girls cómo son las relaciones personales del s. XXI igual que Stendhal lo hace en Rojo y Negro


Los novelistas tienen dos opciones: pueden ignorar esto  y seguir pintando metafóricos paisajes al óleo como si no pasara nada, alabando las virtudes de las novelas y su superioridad por encima del resto de las artes. O ponerse las pilas.

En el primer caso, la novela acabará siendo, como ya está pasando, un producto al servicio del género audiovisual. Los escritores se acercarán cada vez más a los modelos que ven en pantalla esperando que algún productor apueste por poner en imágenes sus palabras. La literatura se convertirá —si no lo ha hecho ya— en el hermano pequeño, en un semillero de guiones sin más trascendencia que conseguir llegar a convertirse en película o serie. ¿Es esto lo que queremos que sea la literatura? ¿Un género colonizado? ¿Para eso no existen ya los guionistas?

Lo queramos o no, la mayor parte de la novela actual está tan influida por el cine que va a ser difícil renovarla, encontrar una especificidad propia, darle al lector una experiencia singular y auténtica que no pueda ofrecerle el género audiovisual. Así, los novelistas más vendidos continúan escribiendo novelas clásicas, fácilmente convertibles en películas. Algunos incluso utilizan el modelo argumental del guión hollywoodiense para perpetrar sus historias, facilitando el trasvase de las palabras al píxel. Degradando la literatura poco a poco a un papel menor.


Por suerte, hay autores contemporáneos (siempre los hay) que han aceptado el reto de los tiempos. El futuro de la literatura —de una literatura que no esté al servicio de lo audiovisual, al menos— debemos buscarlo en escritores casi siempre poco conocidos por el gran público pero que abren caminos nuevos, a veces en solitario y contra todas las modas. Y hablo de novelas (citando solamente autores españoles para no extendernos demasiado y de paso poner en valor lo nuestro) como la trilogía Nocilla de Agustín Fernández Mallo, Los Muertos de Jorge Carrión, Los últimos días de Roger Lobus de Óscar Gual, Alma de Javier Moreno, El vano ayer de Isaac Rosa o El barbero y el superhombre de Colectivo Juan de Madre, entre muchas otras. Novelas atípicas que, por unas razones u otras, son difícilmente convertibles en guión sin perder la mayor parte de su esencia. Novelas libres que no se dejan colonizar por lo audiovisual y buscan su especificidad propia… como debe ser si no queremos convertir la novela en un arte al servicio del cine y las series.


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