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ANÁLISIS

Podemos quiere trasladar a la Comunitat Valenciana su paranoia antitransgénicos

La reacción de la comunidad científica al intento de Podemos de oponerse a los transgénicos en Madrid parece no haber hecho mella en el partido

20/09/2015 - 

VALENCIA. Lo intentaron en Madrid y les cayó la del pulpo. Ahora Podemos, a través de su diputada autonómica Beatriz Gascó Verdier (secretaria de la Comisión de Medio Ambiente en Les Corts), ha solicitado al parlamento autonómico que la Comunitat Valenciana se sume a la petición de quedar exentos de la obligación de cultivar transgénicos. Según Gascó, “no existen estudios sólidos que muestren la inocuidad de estos cultivos, tanto para la salud humana como para la naturaleza, así que consideramos que es importante que el Consell muestre su rechazo a este tipo de cultivos como han hecho otros países basándose en el principio de precaución”.

La formación que lidera Pablo Iglesias ya lo intentó hace unas semanas en la capital del reino y se le echaron encima todos los expertos en la materia. En su web colgaron la declaración Por qué queremos que Madrid sea zona libre de transgénicos, en la que la ignorancia científica y las medias verdades dejaban claro, por enésima vez, lo peligroso que es graduarse de la Universidad de Google.

El miedo a los transgénicos es la versión actualizada del pánico a la radiación de las antenas de hace una década. Cuando salieron los móviles, proliferaron como setas los estudios defectuosos que decían que causaban todo tipo de males, mientras los científicos que intentaban explicar su inocuidad eran vistos como lacayos de las malvadas multinacionales. De haber hecho caso a los agoreros, daba la sensación de que había que ir esquivando cadáveres por la calle. Y en eso llegaron los smartphones -cámara, radio, vídeo, Whatsapp, Grindr, el 4G… y todo en el bolsillo- y se acabaron los miedos aunque cada vez hay más antenas y más potentes.

El tono de Verdier (Ingeniero Técnico Agrícola por la UPV) no es tan alarmista, pero los argumentos son los mismos que los que usó su partido en la Comunidad de Madrid. Cita, por ejemplo, el famoso estudio de Giles-Eric Seralini, profesor del Instituto de Biología de la Universidad de Caen. Según el ínclito -que presentó su hallazgo en rueda de prensa aprovechando que estaba a punto de sacar un libro sobre el tema- el maíz transgénico NK60 resistente al glifosato -un herbicida que ha sustituido al coco en el imaginario de los ecologistas- hacía que los ratones desarrollaran tumores. El producto, en sus 10 años en el mercado, curiosamente no los provocaba en el resto de animales que lo consumían diariamente como pienso. Aun así, lo más pintoresco es que los ratones que utilizó eran ¡transgénicos!

El pillín de Seralini

El citado estudio apareció en la revista Food and Chemical Toxicology en septiembre de 2012. Tras ser modificado varias veces (contenía errores) la publicación decidió retirarlo definitivamente. Por su puesto, apunta Verdier, no es difícil ver detrás la mano de la grandes corporaciones que venden productos transgénicos. El pasado 24 de junio Environment Sciences Europe lo republicó, pese a que el trabajo había sido rechazado por la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) por la cantidad de errores que contenía.

Pero Seralini no fue víctima de ‘los que mueven los hilos’. Para que los resultados de su informe se adecuaran a las conclusiones previas, el investigador utilizó una muestra pequeña (20 ratones, cuando en este tipo de investigaciones se emplean 50) y recurrió con muy buen criterio a ratas Sprague-Dawley, sabiendo de su propensión a desarrollar tumores. En definitiva, hizo el estudio a medida de lo que quería encontrar.

La historia se repite

La historia, aquí, también se repite. Seralini es el nuevo Andrew Wakefield, otro de esos caballeros sin espada de la era Internet, que debe su prestigio (y su fortuna) a un estudio sobre la vacuna tríple vírica (sarampión, paperas y rubeola) que publicó en The Lancet en 1998. El británico había descubierto que provocaba autismo. El trabajo causó una tormenta hasta que la revista tuvo que retirarlo porque había falsificado los datos. Por supuesto, al que quiso no le fue difícil ver detrás de esta maniobra a la industria de la Farmafia.

Sus miles de seguidores -entre los que destaca la ‘exconejito’ de Playboy Jenny McCarthy- le defienden con uñas y dientes pese a que a él le debemos el regreso o el aumento de casos de sarampión, difteria, tos ferina… Lo mejor de Wakefield es que trabajaba, cuando hizo su estudio, para un abogado especializado en negligencias médicas (Richard Barr), que patentó su propia vacuna contra el sarampión (menos eficaz que la existente) y que sometió a niños a pruebas tan dolorosas como colonoscopias o punciones lumbares sin ningún control. Pese a todo, los antivacunas hablan mejor de él que del Papa Francisco. Seralini, por lo menos, cree en lo que hace.

Lo que dicen los estudios

¿Hay estudios que dicen que los alimentos transgénicos son malos? Sí, pero también hay estudios que dicen que la Tierra tiene 6.000 años y la narración del Diluvio Universal es un hecho demostrado y los de Podemos -de momento- no han pedido a Les Corts que nos hagamos todos cristianos evangélicos. Por cierto, también los hay que dicen que son inocuos. Por citar uno, el metanálisis que publicó en octubre de 2013 la revista Critical Review of Biothecnology y que concluía que 1.783 estudios no habían detectado “ningún riesgo significativo relacionado con el uso de cultivos transgénicos”.

Más recientemente, en 2014, el departamento de Ciencia Animal de la Universidad de California publicó un artículo que abarcaba más de 100.000 millones de animales (un montón de campos de fútbol) desde 1983 y no encontró la menor diferencia en el estado de salud desde que en 1996 comenzaron a ser alimentados con piensos transgénicos. Por supuesto, tampoco había rastros de elementos transgénicos en su leche, carne, huevos… De ahí que los 20 ratones de Seralini resultaran tan sospechosos.

El componente económico

Queda, por supuesto, el otro gran tema: el dinero. Tras el estreno de La verdad sobre Monsanto (2008), un mockumentary a su pesar de la realizadora francesa Marie-Monique Robin, las empresas que se dedican a comercializar semillas transgénicas han sido acusadas de quedarse con las patentes e intentar monopolizar el mercado. Totalmente cierto, pero exactamente igual que las que venden semillas tradicionales que también han sido patentadas. Un ejemplo muy conocido entre los ecologistas es el de las semillas de marihuana: desde la Jack Herer a la Skunk, pasando por la White Rhino o la Amnesia Haze… todas tienen dueño y nadie se queja.

En realidad, una parte importante de la investigación sobre transgénicos se hace con dinero público. Sin ir más lejos, en la Comunitat Valenciana hay laboratorios que se dedican a ello en las cinco universidades públicas, y a esos hay que añadir los centros del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas). En uno de ellos se trabaja (y están muy avanzados) los estudios para crear una variedad transgénica de naranjas. Pero que nadie se asuste: el premio se lo va a llevar Brasil que tiene contratado el jefe del equipo e invierte millones al año.

Los investigadores sobre transgénicos son más discretos sobre lo que hacen que los satanistas

¿Y quién es él? Piden que no pongamos su nombre en el artículo. Y es que los investigadores de este campo son más discretos con lo que hacen que los satanistas. El investigador del Instituto de Biología Molecular de la Universidad Politécnica de Valencia y divulgadorJosé Miguel Mulet es uno de los pocos que ha salido del armario y sabe cuál es el problema. Cuando Jordi Évole le quiso entrevistar para Salvados, la institución para la que trabaja solo puso una condición: que no hubiera ni un solo plano que permitiera identificar donde están los laboratorios.

Según Mulet, “los ataques contra plantaciones transgénicas son frecuentes, e incluso algunos grupos ecologistas se jactan de ello”. Hay miedo. Y eso es lo que explica por qué algunas compañías (Monsanto, AstraZeneca, Novartis Seeds, Aventis, Syngenta, Basf, Pioneer Hi-Bred…) se estén frotando las manos con el miedo que genera el discurso alarmista de formaciones como Podemos. Cuando pase la moda llevarán décadas de ventaja y se habrán quedado con gran parte de las investigaciones desarrolladas con dinero público.

Pero decir que los alimentos transgénicos son un negocio es quedarse a medias. Aunque no ha dado los resultados esperados (en parte, por los problemas que plantea la opinión pública) el arroz dorado podría ser la solución para los problemas que plantea en los países pobres la falta de vitamina A. Fue creado por Peter Beyer e Igno Potrykus con dinero público y ambos renunciaron a la patente. Greenpeace es uno de los principales enemigos de su descubrimiento y se manifiesta contra él cuando no está vendiendo semillas de Monsanto para recaudar fondos.

“A mi lo que me hace gracia”, apunta Mulet, “es que Podemos diga que se basa en el principio de precaución para pedir zonas libres de transgénicos, que es como pedir ahora que se pongan en marcha las ITV. Precisamente en virtud de ese principio los estudios que se llevan a cabo son tan rigurosos y cuesta tanto que una variedad transgénica llegue al mercado”.

Pero, ¿para qué sirven?

Los transgénicos no son un capricho de un científico loco, sino una necesidad. Permitirán obtener variedades más resistentes a la sequía o a los parásitos y producir más con menos dinero, algo que reconoce hasta la Organización Mundial de la Salud. La alternativa para muchos, la llamada agricultura ecológica, es más cara y, aunque a algunos les duela, mucho menos segura que los alimentos ‘industriales’.

Gracias a los avances de la tecnología podríamos tener incluso trigo apto para celíacos. En realidad ya lo tenemos, lo desarrolló el español Francisco Barro (del Instituto de Agricultura Sostenible de Córdoba del CSIC) y los derechos de uso se los acabó quedando la multinacional americana Dow Agrosciences por la ceguera de las autoridades españolas a la hora de apostar por el proyecto.

Los transgénicos han sustituido a las ondas electromagnéticas en la lista de temores infundados de los ecologistas, una tradición de buscar enemigos imaginarios que hunde sus raíces en el miedo a las brujas y que tiene su versión más castiza en la caza del gamusino. En definitiva, no es más que miedo al progreso y una visión de la naturaleza amiga heredada de los dibujos de los pitufos por parte de algunos que son incapaces de entender que los terremotos, el cáncer o la cicuta forman parte de la naturaleza… Y es que ¿hay algo más natural que la muerte?

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