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VIDAS LOW COST / OPINIÓN

Pueblo chico, infierno grande

19/08/2018 - 

VALÈNCIA. El verano intensifica las sensaciones. Será porque, tradicionalmente, lo que ahora sucede no se vuelve a repetir durante el año. En esencia, tiempo. Es cierto que el móvil llegó para robarle su sitio, pero incluso ante la adicción, el estío remueve la memoria biológica hasta lanzarnos al sopor. Nos dejamos sudar y los hay hasta que bailan, sin ser elles nada de eso. Porque hay verbenas resistiéndose al rechazo vecinal a la música en directo y comidas impropias del calor que hace (y de la actividad que debería reciclarlas). Hay informativos escritos hace 30 años: que qué calor hace, que hidrátese, que si testimonios anónimos como para casi todo, que si sucesos en la otra punta del mundo (porque en España la cosa va tan fina que se te olvida hasta la conexión terrestre que existe entre la segunda y la tercera ciudad del Estado), que si el pueblo que celebra la Nochevieja en agosto, que si la octava operación salida, que si los que vuelven y su depresión (a menudo, depresión postcoital anual) que si publicidad para el festival de música que mayor cantidad de gente hacina aunque trate a sus clientes como a perros, que si alguna huelga tratada desde el escepticismo sobre los derechos adquiridos...–, todas esas cosas, digo: el verano. La canícula, la modorra, los informativos (que son lo más grave que le pasa a esta sociedad desde que trata de ser democrática) y las rajas. De melón y de sandía, también. Tiempo para casi todo.

Las y los hay que no veranean en verano. Les gusta contravenir el verbo y colapsan en otoño o en Navidad, porque resulta que con internet y un Excel han descubierto que es más caro viajar en estas fechas tan señaladas. Otros, sin necesidad de Excel, pero con una acuciante necesidad de apagar su ordenador, tampoco paran: se llaman autónomos. Incluso para estos dos supuestos y hasta para los casi cuatro millones que todavía engrosan las listas del paro, hay un ritual accesible y de dispares consecuencias que suele suceder solo en verano: ir al pueblo. Ir unos días, vaya. Ir un fin de semana o empalmar con el puente del 15 de agosto (si lo hubiere). Llegar con el vehículo propio hasta arriba, salir a la fresca y cumplir con el recorrido familiar de visitas, que no solo incluye a lazos consanguíneos, sino al tour de respuestas puerta por puerta del... ¿y tú, de quién eres? Y, acto seguido, sea mote o apellido, la liturgia de tratarse con una proximidad inédita en el ámbito laboral donde sucede la mayor parte de la vida. Ir al pueblo, como tantas y tantos. Ir con un ánimo y volver con otro, para o bien o para mal, eso seguro.

Fotograma de '¿Quién puede matar a un niño?'

Al sombrajo de una higuera obscena en su talla y producción me leí mi primera novela de una sentada. Este año no paro de recordarlo y no sé porqué. Será porque esa casa, desde hace poco, ya nunca más será verano para nosotros. Y de tanto pensar en ello y recordar la novela (que a saber porqué, de nuevo), de tanto pensar en los pueblos y en la supuesta paz que garantizan, he empezado a ver fantasmas donde casi nunca los supe encontrar. Será por lo de haber vendido la casa del pueblo. La novela era Los santos inocentes, una de las pocas obras que he releído y, a la vez, no la única que he releído de Miguel Delibes. En ella estaban algunos de los fantasmas a los que me refiero, pero que me han dado pie a esa extraña relación que une los entornos más mínimos con el mal. Esa relación que parece ser imposible con la afabilidad de los días veraniegos, pero que me he dado cuenta que ha vertebrado uno de mis intereses más recurrentes en el mundo de las historias. Libros, cine y hasta radio merodeando al refranero cuando fija: 'pueblo chico, infierno grande'.

Porque los hay que se olvidan con eso de ir al pueblo que la inmediatez de las cosas, las sociedades pequeñas (nuestro western) y las reglas de juego del más fuerte y el más poderoso hacen la vida más fácil. Pero qué va. No necesariamente. Lo descubrí con una de las películas de cualquier género que más me han impactado en los últimos tiempos: Santoalla (Andrew Becker y Daniel Mehrer, 2016). Este documental regenera a su manera el thriller y el cine de terror a través de la historia de Martin Verfondern y Margo Pool, una pareja de holandeses hartos de la vida en la ciudad. Tras un par de años viviendo en su caravana, recorriendo Europa y más allá, llegan a la aldea gallega que da nombre a la cinta. Allí solo vive una familia con la que conviven y se integran durante un tiempo, pero la hegemonía del lugar hace supurar la ira por el extraño. Huertos e inviernos de incomunicación por carretera dan paso a este relato que va delo bucólico al horror. Una tormenta que estalla con la desaparición de Martin y su coche, dejando sola a Margo frente al complejo escenario. (Movistar+, Amazon Prime).

Está siendo también el verano de Tor, tretze cases i tres morts, el podcast de Catalunya Ràdio en el que Carles Porta reescribe (otra vez) la radio documental. Lo hace a partir de una de las historias sobre las que más ha trabajado: en el pueblo de Tor (Pallars Sobirà, Pirineo catalán), unas pocas familias se disputan la propiedad de una montaña al abrigo del contrabando con Andorra. En concreto, tres familias de novela costumbrista sumidas en la tensión por dominar una posible mina de oro en manos de especuladores de pistas de esquí y deportes de invierno. Y así surgen tres muertos y un crimen por resolver. La montaña dice estar maldita y así lo reflejan Porta y dos reporteros en su trabajo para el programa '30 minuts' de TV3 en 1997. Una comunidad hermética y agresiva para este tour de force periodístico que tuvo su libro, pero que ahora se ha transformado una en serie documental radiofónica (web, Ivoox, iTunes). 

La principal aportación de Porta en Tor, tretze cases i tres morts –frente a Le llamaban padre, que es otro caso de 'pueblo chico, infierno grande'– es haber logrado imbricar el humor agreste del relato. La cutrez de muchos de los personajes que, sin menoscabar el thriller, se muestran con todas sus limitaciones y autenticidades. No hay ni un centímetro de margen para la sonrisa en otro de los casos de 'pueblo chico, infierno grande' de la temporada: Castle Rock. A los que hemos devorado a Stephen King, la última propuesta del todopoderosos J.J.Abrams nos está volando la cabeza este verano. El propio King está encantado con la serie que el productor de Perdidos y director de Star Trek (2009) ha financiado: un cruce entre todas las historias que suceden en ese pequeño pueblo de Maine  donde sitúa algunas de sus mejores novelas y cuentos (Cujo, La zona muerta, It, La niebla, Cuenta conmigo, La mitad oscura...). El punto de partida del costumbrismo al que se dedica King ahora tiene su propio relato. Una metapesadilla ideada por Sam Shaw que acaba de firmar por una segunda temporada mientras en España hay que esperar para verla por cauces legales (Movistar+, septiembre).

'Pueblo chico, infierno grande'. A eso le doy vueltas estos días de ir al pueblo (los que aún lo conservan). El conflicto de las relaciones concretas nos asfixia y hasta creo que nos alivia ante la posibilidad de que, genealógicamente, alguien se equivocara al salir de un lugar aparentemente tan plácido y salubre. La ficción nos ayuda a sobrellevar haber elegido una muerte lenta por partículas en suspensión y fast food. Lo que sea mejor que una muerte en Fargo, Twin Peaks o la isla de ¿Quién puede matar a un niño?.

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