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CRÓNICA

Tebar dirige a la Orquesta de Valencia con Javier Perianes como solista

En pocas semanas el director valenciano dirige a las dos orquestas de la ciudad

8/02/2016 - 

VALENCIA. Antes de su debut en el foso de Les Arts con Aida (25 de febrero), Ramón Tebar dirigió el pasado viernes a la Orquesta de Valencia. El programa incluía el Cuarto Concierto para piano y orquesta de Beethoven, con Javier Perianes como solista. La actuación de este venía precedida por el éxito que obtuvo al sustituir, con sólo unos minutos de ensayo, a Jean-Yves Thibaudet, aquejado de una repentina dolencia. El pianista francés debía interpretar el 1 de febrero el Quinto concierto del mismo compositor en Madrid, con la orquesta del  Concertgebouw y Semyon Bychkov a la batuta. Huelga decir que se trataba de una obra ya trabajada por Perianes, quien de hecho la había interpretado en París el pasado noviembre. Con todo, enfrentarse al reto de tocar el Emperador con una orquesta de ese calibre y sin tiempo para ensayos, es todo un acto de valentía. Máxime cuando, como en este caso, acaba felizmente.

En Valencia, el binomio Tebar-Perianes funcionó muy bien. El Concierto en sol mayor de Beethoven es una partitura donde el solista adquiere un liderazgo peculiar, y no porque relegue a la orquesta a un segundo plano, algo impensable en ese punto de la evolución del compositor (1805-1806). Tampoco, aun resultando significativo, porque sea el piano quien, en solitario, comience la obra. La relevancia del instrumento solista  viene dada aquí por el impulso, la energía y la libertad que Beethoven le concede en el marco de un diálogo entre iguales. Y, sobre todo porque, dueño ya de la forma, el compositor integra el virtuosismo del piano en las necesidades expresivas de cada momento, y con ello deja de ser un elemento ornamental para alojarse en el núcleo más íntimo de la composición.


Lució la sabiduría de quien lo tiene todo controlado y lo expresa con una perspectiva tranquila y límpida

Algunos pianistas (Friedrich Gulda, por ejemplo, o Maurizio Pollini), van incluso más allá, y parecen tirar de la orquesta, llevándola hacia delante con un vigor realmente heroico. Perianes, sin escatimar la energía, buscó una versión más serena, donde predominaban equilibrio, belleza sonora, delicadeza y precisión. Lució la sabiduría de quien lo tiene todo controlado y lo expresa con una perspectiva tranquila y límpida, destacando la nitidez de la pulsación y la sensibilidad del fraseo en el segundo movimiento. Lástima que, al terminar este, el característico tono de WhatsApp (de nuevo un espectador que no apagó su móvil) se convirtiera en desconcertante final para una música que pretendía desvanecerse en el silencio. 

Sin rehuir –sería absurdo hacerlo- el conflicto dramático entre solista y orquesta, la batuta tampoco buscó extremarlo, sino redondear la actuación de ambos elementos. El director valenciano trabajó muy bien el ajuste, especialmente en los dos primeros movimientos. En el tercero, sin embargo, el control métrico flaqueó alguna vez, pero la música sonó con el carácter apropiado de alegría y esperanza. A la orquesta se la escuchó contenta con director y solista y, como sucede en estos casos, el rendimiento aumentó en muchos quilates. Perianes, ante el entusiasmo de un auditorio lleno hasta arriba, regaló el exquisito Nocturno op. 54/4 de Edvard Grieg.

Tebar supo ajustar principios y finales y eliminar brusquedades en la dinámica, dos viejos problemas de esta agrupación

Antes de Beethoven, la Orquesta de Valencia interpretó El Carnaval romano de Berlioz, donde ya se percibió la mencionada atención de Tebar para ajustar principios y finales de frase, y para eliminar brusquedades en la dinámica, dos viejos problemas de esta agrupación. La estructura y orquestación le permitieron ofrecer pasajes de gran brillo junto a otros muy líricos, con una batuta cálida y precisa. El corno inglés tuvo en esta pieza una importante ocasión de lucimiento, al igual que en el Concierto para orquesta de Bartók que cerraba el programa.

Fue esta obra, sin embargo, la menos lograda de la sesión, a pesar de que los solos (abundantísimos en el Giuoco delle coppie) sonaron casi todos impecables. La partitura es muy compleja, y plantea serias dificultades a los instrumentistas y a la batuta. Tebar clarificó los colores del tejido orquestal, y la música no se le murió entre las manos (el mayor pecado a evitar con Bartók). Sin embargo la orquesta pareció menos segura que en el resto del programa, y el norte de la dirección resultó menos visible. Con excepción, eso sí, del movimiento central: Elegia. Fue entonces cuando el compositor húngaro apareció con toda su fuerza, a partir de esos escalofriantes sonidos y ese ambiente opresivo que parecen evocar todos los miedos nocturnos, y que fueron claramente traducidos por Tebar y una orquesta que se mostró tensa y dúctil.

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