DESAYUNO EN LA Pérgola

El desayuno es como el sexo

El desayuno es como el sexo. A muchos les gusta hacerlo en casa, otros prefieren buscarlo fuera, a veces es rápido y flojo, de vez en cuando es ceremonioso y abundante, hay personas que prescinden de él, muchas lo consideran algo rutinario, están las que lo han convertido en su momento favorito del día, a las que a esas horas no les entra nada y las partidarias de hacerlo en solitario

| 19/01/2018 | 4 min, 6 seg

Para aquellos de costumbres arraigadas practicarlo fuera del hogar (el desayuno) se convierte en un evento extraordinario que llevan a cabo tras someterse a un análisis de sangre o cuando se encuentran de viaje. Posicionarse en términos de desayuno es igual de vinculante que proclamarse monárquico o vegano. Declararse de dulce o de salado, de té o de cortado, tostada, muesli o cruasán marca y te alinea con otros semejantes.

 Quedar con un posible ligue para cenar tiene aroma de preámbulo y recoge el encanto de la incertidumbre y el halo misterioso de la nocturnidad. Hacerlo para comer es como un partido de tenis, ambos comensales medirán sus fuerzas, sin filtros, aderezos ni músicas de fondo. Hacerlo para desayunar en cambio es propio de poetas, estrellas de rock, abstemios o espíritus exóticos que no se temen a sí mismos. Al grano.

Hoy desayuno en La Pérgola, uno de los locales que forman parte de esa santísima trinidad mítica en la ciudad que ha conseguido mantenerse al margen de brunchs, aguacates y smoothies. Un kiosco, una estructura cuadrada de formas redondeadas que es mucho más cautivador que un bar, pues se encuentra abierto a la calle por los cuatro costados desde los cuales se puede mirar y ser mirado. La apertura es a las 08:00 y, pese a que disponen de algo de bollería y tostadas, la mayoría de su clientela es fiel a los bocadillos. 

«Aquí tonterías las justas», asegura Juan, uno de los hermanos Pérez que llevan las riendas de la cuadrilla de diez personas que a día de hoy allí trabaja. Sentado en la barra uno observa que no se andan con zarandajas y le echan un par (de huevos) en forma de tortillas prodigiosas. A saber. Patatas, cebolla, alcachofa, calabacín, ajetes, habas, sobrasada, morcilla. Yo pido medio bocadillo de la versión de patata con pisto, tostada de jamón con aceite y cortado. Y aquí debo detenerme y me elevo. La tortilla de patata de La Pérgola posee el equilibrio perfecto entre suavidad y firmeza. No es caldosa pero puedo clasificarla como jugosa. Han conseguido dar con el punto justo de sal (en mi opinión la mayor proeza) y exhibe un tono dorado apetecible pero discreto, alejado del amarillo enloquecido del corral y a salvo del exceso de sartén amarronado. Enseguida uno se da cuenta que entre el pisto, el pan y ella hay una relación de respeto, un trío de viejos conocidos que suele exudar aceite pero que en este caso mantiene la compostura en un bocado sabroso pero conciso, sin goteos ni comisuras brillantes. Vuelvo a la tierra. Las tostadas las preparan con pan de barra del bueno, a kilómetros de distancia de esas baguettes post era glacial, de las semillas y las pipas. El café no es torrefacto, es tueste natural y por eso es un poco más fuerte que los demás. Café para los que les gusta el café.

Una de las señas de identidad de La Pérgola son las sillas giratorias ancladas al suelo bautizadas por los usuarios como “sillas de barbero” y que ofrecen a los que se sientan la sensación de estar en un tiovivo. El secreto del lugar es la materia prima y la plancha eléctrica que el padre compró en su día en el puerto y que perteneció a un gran barco, «es muy gruesa,pesa una tonelada y se mantiene todo el día al rojo vivo», precisa Juan. Allí uno se siente como en casa gracias al servicio atento, profesional y cercano delos camareros que, según muchos parroquianos, es el tesoro más preciado del lugar.

«Cada mañana vienen padres y profesores de Esclavas y Escolapios, personal de bancos y oficinas cercanas. Tenemos clientes que desayunan aquí cada día desde hace más de veinte años... al 90% los consideramos más amigos que clientes», confiesa Juan. Yo aprieto con el dedos las migas crujientes que han quedado en mi plato y me las llevo a la boca mientras mis piernas penden suspendidas de esas banquetas mágicas que me remontan a la infancia. “De vez en cuando un amigo (o un lugar) tiene el deber de hacerte sentir como cuando eras un niño”, asegura Paolo Sorrentino en “La gran Belleza”.

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