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HISTORIAS DE ANTICUARIO

De libros y bibliófilos

JOAQUÍN GUZMÁN. 15/08/2015 Si quien colecciona antigüedades lleva a cabo una labor de preservación, de rescate, de memoria histórica, más si cabe lo hace un bibliófilo
Ante la visión de la Biblioteca de Alejandría en llamas
 
Teodoto.- César, ¿quieres pasar a la posteridad como un soldado bárbaro, demasiado ignorante como para conocer el valor de los libros?

César.- Teodoto, yo mismo soy autor y te digo que es mejor que los egipcios vivan sus vidas en lugar de soñarlas con la ayuda de los libros

Teodoto.- Sin historia, la muerte te pondrá junto al más humilde de tus soldados (...) lo que arde allí es la memoria de la humanidad.

César y Cleopatra. George Bernard Shaw

VALENCIA. Me gustan los libros. ¿a quién no? Son un objeto de una rara perfección: una genialidad cuyo  diseño, formato, apenas ha cambiado en más de un milenio. Proviene de las profundidades del mundo de ayer,  y se resiste a desaparecer en el mundo del mañana, aunque bien es cierto, que la imagen de un lector con un volumen entre las manos, es un hecho cada vez más pintoresco y casi romántico. Hermosa anacronía. Todavía un puñado de librerías en Valencia lucen tentadores escaparates, bien de libro nuevo o antiguo. Patrimonio BIC habría que hacerlas. Y de las librerías a las colecciones: hay pocas cosas que hablen más del morador de una casa que la biblioteca que atesora.

Hablemos entonces de la bibliofilia. Un estado superior al del mero lector, al que reconozco no pertenecer, pero cuya existencia diría que es poco menos que imprescindible. Si quien colecciona antigüedades lleva a cabo una labor de preservación, de rescate, de memoria histórica, más si cabe lo hace un bibliófilo pues el patrimonio escrito es, de suyo, fuente primaria de la historia de la Humanidad y fruto de un tiempo,  ya lejano, en que el libro constituía todo un lujo, un preciado tesoro accesible a muy pocos privilegiados.

No dejemos que las instituciones públicas se erijan en fabricantes y guardianes de la memoria. El rescate del pasado es cosa de la gente de a pie. En primer lugar porque corremos el peligro de que, quien ostenta el poder, sea quien nos diga qué es lo que merece ser salvado y protegido y lo que debemos condenar a las estanterías del polvo y el olvido, y en segundo lugar porque dejar que el estado sea quien patrimonialice la adquisición, conservación y promoción del patrimonio es vaciar de proactividad cultural a un ciudadano, que, pasivo, permanece como mero espectador y visitante asombrado de inmensos depósitos del pasado como los museos o las bibliotecas.

Buena parte de los fondos de nuestras colecciones, afortunadamente, son fruto de una pasión privada, en ocasiones desmedida bibliofilia, de un Gregorio Mayans, Nicolau Primitiu, Sánchis Guarner o Pere María Orts que generosamente ya sea de forma personal o a través de sus herederos han decidido en vida, o post mortem, legar sus fondos bibliográficos. Librería Anticuaria

La bibliofilia es una enfermedad del espíritu. Me contaba esta semana un profesional, que un cliente llegó a ponerse literalmente de rodillas en medio de la tienda, para suplicarle que le vendiera a él y no a otro, una colección de libros de botánica del siglo XIX, que, para su desdicha, ya había comprometido. Hasta ese punto puede llegar una obsesión, compatible, dicho sea, con un culto y riguroso sentido del criterio a la hora de conformar una biblioteca.

No es demasiado difícil detectar la presencia solitaria del bibliófilo cuando visito a mi amigo Rafa Solaz en su preciosa y acogedora librería anticuaria de la calle San Fernando que junto con la de Antonio Lorenzo -El asilo del libro- en la misma calle, y la de su hijo Julián en Tapinería, a escasos metros de la Iglesia de Santa Catalina, conforman un trío imprescindible.

El bibliófilo acaba de hacer acto de presencia. El buen librero, sabiamente, selecciona el volumen que puede interesarle, y que guarda en la trastienda alejado de la vista de curiosos. La relación entre ambos suele ser estrecha, y el profesional debe conocer qué busca el ávido cliente. El bibliófilo, con el ejemplar bajo el brazo, se tiende a retirar sigilosamente, aislarse, en un rincón profundo de la librería donde la luz natural ya no penetra, y la acústica se torna seca como la de un teatro antiguo de provincias. Gafas de lectura por encima de las cuales, ocasionalmente, lanza una mirada recelosa sobre cualquier presencia competidora, cerviz inclinada hacia delante y un escrutador y cadencioso pasar de las hojas. Hay más de examen que de lectura: el lujo, originalidad y estado de las cubiertas,  el papel empleado, la calidad de la impresión,  la tipografía, Incluso los espacios en blanco, los márgenes y las páginas vacías, son parte fundamental. 

Un buen librero cuida de los libros como si de un bibliófilo se tratara. La unidad del volumen es sagrada. Hace poco me ofrecieron una colección de tomos del último tercio del siglo XVIII. Una colección de grandes libros que encargó Carlos III, destinados a recoger testimonio de las antigüedades romanas descubiertas en las excavaciones de Pompeya. Como en estas complicadas lides me las veo y me las deseo, se lo comenté a mi amigo Rafa, que es quien de verdad sabe. Conclusión: a pesar de faltar un volumen y del lavado de los grabados, el conjunto era más que interesante. Fijado el precio, apareció un problema: una de las tres hermanas propietarias se resistía a la venta invocando la memoria del fallecido padre, que siempre temió que, cutter en mano, un desalmado deshiciera y arruinara los hermosos ejemplares para lucrarse con la venta de los centenares de grabados que contienen, por separado. Un buen librero no haría semejante cosa y Rafa lo es. Finalmente la díscola hermana fue convencida no sin esfuerzo. 

Los anticuarios no libreros solemos decir que este es un mundo aparte. Quien intenta introducirse manejando cuatro fundamentos se da de bruces con un universo controlado por otras leyes: la rareza de los temas, las ediciones, las reencuadernaciones, las faltas....

Hablando de faltas, hace muchos años cayó en mis manos una primera edición del Romancero Gitano de Lorca. Aunque no por antiguo, una primera edición de Lorca es un preciado objeto de deseo. Eso debía valer un dinero, pensé, era joven, así que lo que sacara iría a cubrir necesidades propias de la edad. Llevé el ejemplar a un librero que había junto a la plaza redonda.

Los libros iluminados con grabados y mapas, así como los considerados raros son algunos de los más apreciados por los bibliófilos

Lo puse sobre el mostrador con aire de "acabo de darle un inusitado interés a su aburrido día. ¿Sorprendido?". El librero no ocultó un inicial interés, pero de inmediato sentenció: "Este libro no vale nada". "¿Porqué?", contesté derrumbado. "Al libro le falta una hoja que va después del título y antes del comienzo de la obra". Y es que, para lo bueno y lo malo este es un mundo particular en el que en cinco minutos se puede aprender más que en todo un mes.

No me toca a mi hacer la cloenda en esta ocasión, así que llamaremos al estrado a uno de los grandes bibliófilos, testigo de primera mano de que el amor por el libro puede ser una pasión más allá de las adversidades: Borges, que dicho sea de paso hablaba de los libros como "extensión de la memoria y la imaginación", ya completamente ciego, confesó: "Yo sigo  jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros". Definitivamente, en ocasiones, el amor es, efectivamente, ciego.

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3 comentarios

Diego Mallén escribió
16/08/2015 23:25

Amigo Francisco, muchas gracias por tu amable comentario. Nada me gustaría más que volver a alimentar el blog Diego Mallén con entradas bibliófilas pero las ocupaciones profesionales me lo vienen impidiendo. Esperemos poder hacerlo prontamente. Saludos cordiales,

Francisco Darijo escribió
16/08/2015 17:49

Don Diego Mallén, porque por su estilo inconfundible se que no me equivoco, añoramos los comentarios bibliófilos en su blog. Vuelva, por favor.

Diego Mallén escribió
15/08/2015 13:22

Magnífico y emotivo artículo sobre el mundo y la pasión bibliófila. Como en otras materias, para la bibliofilia valenciana “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Cita Guzmán a grandes bibliófilos valencianos y son muchos más los que, especialmente en el siglo XIX y XX, reúnen insignes bibliotecas: Salvá, padre e hijo, cuya biblioteca se dispersó en venta pública en París entre los años 1891 a 1893, Serrano Morales, Churat, etc. Francisco Almela y Vives los recuerda en su obra Ramillete de Bibliófilos Valencianos impresa en Valencia, 1950, por los hermanos María Amparo y Vicente Soler. Tiempos de intensa actividad, en que los bibliófilos valencianos invitaron a D. Marcelino Menéndez y Pelayo a visitar Valencia y sus bibliotecas. En la primera de sus dos visitas a la Ciudad fue obsequiado, el 17 de abril de 1903, con una recordada “festa campestre” en La Albufera con singular menú biblio-culinario compuesto, entre otros, por “paella en folio”.

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