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‘La leyenda del Santo Bebedor’, un relato último y etílico de Joseph Roth

La novela póstuma del escritor judío convertido al catolicismo es un retrato de esa falsa santidad a la que tantos escritores alcohólicos han acabado sucumbiendo

23/10/2023 - 

VALÈNCIA. Beber alcohol es una costumbre tan arraigada en gran parte de nuestras sociedades (a excepción de aquellas en las que una religión con suficiente influencia lo condena), que el propio verbo beber significa tanto el hecho de ingerir un líquido, como ingerir específicamente bebidas alcohólicas. Es decir: beber, un verbo tan elemental, tan esencial, tan relacionado con el acto más básico para la supervivencia después del respirar, se encuentra indefectiblemente asociado a la ingesta de fermentaciones y destilados que empleamos para embriagarnos con la excusa que se nos ocurra en cada momento: una copa de vino para corregir el curso de un mal día en el trabajo, un chupito de vodka para brindar por la familia, un vaquerito de whisky para acomodarse en una barra, un vermú para abrir el apetito, un orujo digestivo después de la comida, un cremaet porque es tradición, un carajillo porque no es hora ya solo de café, una cerveza a todas horas y en todas partes, una cerveza artesanal para ampliar el horizonte de las mezcolanzas posibles, una cazalla para finiquitar el esmorçaret, champán en los días especiales, fernet cola si eres argentino o te lo haces, samagón porque es un bar del Este, tequila para recordar las fiestas de antes, gin tonic clásico de la sobremesa, sangría porque es divertida en un chalet, tinto con gaseosa como dios manda en el bar del polígono, licor café del que siempre te trae un amigo gallego, manzanilla y rebujito para vivir la Feria, licor de hierbas en Ibiza, pomada en Menorca, y así allá donde se mire, el alcohol se filtra e infiltra en nuestras vidas aprovechando la más mínima ocasión, hasta deslizarse por nuestros gaznates sedientos de desconexión, de despreocupación, de sosiego. Por supuesto, incluso en estas culturas tan de darle al frasco, hay quien nunca le ha dado, pero muchos más habrán seguramente que han tenido que dejar de darle. 

Históricamente, la literatura ha romantizado el alcohol. No es que esto carezca de sentido, ni este es un artículo para reprobar su consumo —ni mucho menos—. Obras literarias enteras se han construido en torno al alcohol, generaciones, incluso: héroes para lectores jóvenes que han (hemos) consumido sus historias como quien da un primer trago ardiente y luego se baja la botella. Muchos de estos héroes, muchas de estas heroínas, acabaron siendo personajes muy desdichados. Muchas y muchos se suicidaron. A otros tantos los mataron enfermedades derivadas del vicio de beber. Por no hablar de la ruina económica y la soledad. Entra tanta miseria, hubo quien logró envejecer, en mejor o peor estado: si esto fue suerte o desgracia, queda a su juicio. La leyenda del Santo Bebedor, que publica Anagrama con traducción de Michael Faber-Kaiser, fue la última historia, en este caso, póstuma, de Joseph Roth, autor austríaco de origen judío cuyo legado es una vasta obra constituida por novelas, ensayos y relatos, además de artículos periodísticos o reseñas cinematográficas. Los libros de Roth fueron quemados por los nazis, de cuyo terror fue escapando, viéndose obligado a dejar Alemania y después Austria, y a vivir en diferentes capitales europeas, siendo París en la que más tiempo pasó, donde murió, y donde fue enterrado tras el epitafio “écrivain autrichien mort à Paris” (escritor austríaco muerto en París). Roth pasó los últimos años de su vida ahogándose en el alcohol.

El Santo Bebedor del relato es un clochard polaco, Andreas Kartak, bendecido con una serie inquietante de milagros que debe a santa Teresita de Lisieux (junto a una deuda de doscientos francos): su historia es tan simpática como siniestra, pero a estas alturas de la partida, los relatos etílicos llegan a saturar el estómago, a generar cierto malestar físico. Seguro que no a todo el mundo, claro está. Un hallazgo: un bar ruso-armenio de París, el Tari-Bari, en el que se refugia el protagonista. Y otro: ese buen samaritano borgiano que recorre los puentes en un bucle temporal a modo de agente del destino. La tragicomedia de Kartak se encamina, a medida que avanzan las páginas, a un enredo terminal, a una trampa fatalista: estaba escrito, los doscientos francos desencadenarían una cadena de acontecimientos que por un lado, harán más felices sus últimos días de existencia (aunque con excepciones, porque Kartak vuelve a experimentar un miedo que hacía tiempo que había perdido, la angustia por saberse con menos dinero del necesario para mantener su nivel de vida), y por otro, lo arrastrarán sin remedio a un final no por esperado menos dramático, con una visión celestial a pie de bar que constatará su vulnerabilidad, su debilidad, y lo llevará, ya sin opción a nada, al pago de su deuda.

“Con la seguridad de la persona que sabe que lleva dinero en el bolsillo, pidió una absenta, y la bebió también con la seguridad de una persona que ya ha bebido muchas en su vida. Tomó un segundo y también un tercer vaso, pero cada vez echaba menos agua. Y cuando pidió el cuarto, ya no supo si había tomado dos, cinco o seis vasos. Y tampoco recordaba por qué había entrado en aquel café. Tan solo le parecía recordar que estaba en aquel barrio para cumplir con una obligación; se trataba de una cuestión de honor. Así que pagó, se levantó, salió por la puerta con paso todavía seguro, vio enfrente la iglesia, y de inmediato recordó dónde se encontraba y por qué había acudido allí. Estuvo a punto de dar el primer paso en dirección a la capilla, cuando de pronto oyó como gritaban su nombre:

—¡Andreas!”. Kartak, atrapado por los tentáculos del alcohol, nunca conseguirá cumplir su promesa, la que con tanta convicción y honor hizo al extraño caballero, acaso un ángel de Dios, aunque con mucha más probabilidad, otro tipo de ángel, un demonio, de los que viven bajo tierra, o en el fondo de una botella

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