Sea como sea, el tiempo es un gran misterio. En esta librería hemos hablado de él en numerosas ocasiones, entre ellas, aproximándonos a la concepción de la cuarta dimensión del físico teórico Carlo Rovelli. Hoy es el turno, sin embargo, de tratar lo que pensaba el célebre y archimediático Stephen Hawking acerca de la cuestión temporal: Sobre el origen del tiempo, del cosmólogo y estrecho colaborador de Hawking durante veinte años Thomas
Hertog (con traducción de Juan Luis Riera Rey y Francesc Pedrosa), deja patente ya en la portada que lo que leeremos es La última teoría de Stephen Hawking. No obstante, criterios de marketing aparte, es evidente que en lo que concierne a esta última teoría, y por motivos obvios, Hertog ha tenido mucho que ver. A lo largo de sus casi cuatrocientas páginas, el cosmólogo de Lovaina expone la evolución del pensamiento de Hawking así como la de la propia ciencia, poniendo el foco no en el tiempo, como el título sugiere, sino en la naturaleza supuestamente biofílica de este universo, es decir: que
una serie de modificaciones mínimas —menos que mínimas, infinitesimales— en las leyes que lo rigen, harían totalmente imposible la vida. Cuando uno es consciente de la enorme casualidad que suponen estos apretadísimos márgenes, tiene varias opciones: pensar que ha sido una casualidad casi increíble, darle las gracias a un dios, invocar el multiverso, o razonar en torno al principio antrópico. Esto último fue lo que Hawking desarrolló a lo largo de su genial carrera científica en torno a esta pregunta, y también la esencia de la obra de Hertog que nos atañe, la biofilia del universo.
Es necesario advertirlo: el libro es tan fascinante como complejo. A partir de cierto punto, cuesta seguir ciertas líneas de pensamiento, pero quien tenga miedo a descender hasta las profundidades de la existencia, que no nazca (al menos en este universo). La teoría de cuerdas, el origen de nuestro hábitat cósmico sin límites o en forma de cuenco, la versión hawkiniana del principio antrópico (que ya conocimos en su Historia del tiempo): nada de ello es sencillo de entender. A diferencia de Rovelli, Hertog es más práctico que poético: en cierto punto, y extrapolando uno de los grandes misterios de lo cuántico, el libro se vuelve casi metafísico en lo que concierne al papel del observador en el universo. Lo antrópico viene por ahí, el cerebro amenaza con darse por vencido cuando Hertog suda fuerte intentando explicarnos cómo, a escala universal, acciones futuras pueden definir el pasado por obra de una versión inconcebible, la de Wheeler, del experimento de la doble rendija de Thomas
Young. Y todavía no hemos llegado a la holografía: justo antes de terminar, Hertog saca el último cartucho y nos dispara a bocajarro justo entre los ojos, electrizándonos las meninges con su explicación no sensacionalista ni mágica del universo holográfico, que lejos de significar que somos NPC en un videojuego alienígena o divino, tiene una serie de implicaciones que por un momento nos permiten vislumbrar lo que tal vez, solo tal vez, podría ser eso a lo que llamamos tiempo. Pero hay más: queda por hablar de todo lo relativo a las leyes de la física como normas que, lejos de ser inmutables, son consecuencia de un desarrollo darwiniano del universo, en el que la sopa cuántica primigenia se decantó de un lado que dio lugar a nuestro corpus de dimensiones, leyes y constantes, que podrían haber sido otras, muy diferentes, muy ajenas a lo que conocemos; las cosas son como son por algún motivo: lo que Hawking y Hertog se preguntan es si ese motivo y esta configuración tienen alguna o ninguna relevancia.