maridajes im(posibles)

Riesling y Blanche Dubois

El sentido de pertenencia es una materia complicada de desenmarañar y supongo que los factores que lo determinan varían tremendamente según el sujeto en cuestión.

| 03/11/2023 | 5 min, 3 seg

La ligazón, el hilo invisible, puede no estar directamente conectada a un lugar, sino también a unas personas queridas o a un tiempo determinado. Pienso, por ejemplo, en el escritor chileno Roberto Bolaño, que decía que su patria eran su hijo y su biblioteca, o en Charles Baudelaire que decía que su patria era la infancia. También pienso en gente que he conocido que, al vivir fuera, necesitaban imperiosamente volver a su hogar cada cierto tiempo, y si no, parecían marchitarse. También pienso en mí, que para sentirme en casa solo necesito a mi familia y, por no perder la costumbre, que el mar se asome por el horizonte. Como veis, cada caso es particular.

En el mundo del vino, el sentido de pertenencia o más específicamente el sense of place es también variable. Las variedades de uvas han viajado mucho, y siguen viajando, aunque bajo controles más estrictos por las leyes y las denominaciones de origen. El mundo del vino, aunque nos empeñemos a veces de forma cerril, es permeable y dúctil, pero las variedades, al igual que las personas, no tienen todas la misma capacidad de adaptación. Algunas son grandes viajeras y otras parecen morir de nostalgia fuera de su tierra natal.

La moscatel es una de esas variedades que se ha adaptado allá por donde va, manteniendo su idiosincrasia aromática. Tanto es así que su nombre se ha adaptado a la tierra que habita: moscatel, moscatell, muscat, moscato, sárga muskotály, muskateller. Otra de esas variedades tan aromáticas, sin embargo, tiende a la añoranza cuanto más se la aleja de su hogar, el Rin y el Mosela: la riesling.

Entre la región de Alsacia y el suroeste de Alemania es donde esta variedad se encuentra en su mejor expresión. Y si me preguntáis a mí, en las zonas del Palatinado (Pfalz), Mosela y Rheingau es donde los encuentro más complejos. La riesling es una variedad altiva, compleja, capaz de darnos vinos de clase mundial tanto en estilos secos, semisecos y en vinos de postre. Hasta espumosos (los sekt). Sin embargo, en suelos o climas poco propicios nos da vinos totalmente débiles y olvidables. Pierde el norte, de forma literal y metafórica. Y da pena ver a una variedad capaz de otorgar vinos de tanta clase perdida en un entorno impropio, como Blanche DuBois, el gran personaje de Un tranvía llamado deseo, fina, sensible, maravillosa, reubicada traumáticamente en un entorno rudo, duro, hostil. Para quienes no hayan visto la película o leído la obra de Tennessee Williams, no puedo dejar de recomendarla. Nada que cuente aquí le hará justicia.

Volviendo al vino, no es todo fantasía, y así como Blanche, la riesling también ha tenido su época de oscuridad y ha dependido de la amabilidad de los extraños. Y ha sufrido. Ha sido denostada por su excesivo dulzor en vinos mediocres, pero ha sido un juicio injusto, como valorar el vino español por lo que se encuentra en un súper. Afortunadamente, hay una gran conciencia en Alemania por elaborar vinos de calidad, principalmente secos, y muchos de ellos bajo el amparo de una organización privada de productores la V.D.P., con un estándar muy elevado, de forma similar a Corpinnat en el Penedès.

Para mí es una de esas variedades con las que, incluso, podríamos acompañar un menú entero.  Un riesling seco (Trocken) puede abrir perfectamente un menú con unos snacks ligeros. El de Dönnhoff suele estar entre mis básicos favoritos. Mantiene fruta, mucha tensión y es muy versátil.

Si queremos profundizar en esta variedad y sus terruños, hay que irse a sus grandes crus o Grosses Gewächs, estas parcelas singulares tocadas por la varita mágica de calidad, consistencia y singularidad, que dan emocionantes vinos de guarda. El Marienburg Rothenpfad de Clemens Busch es, en este caso, un candidato ideal para acompañar platos de pescado o mariscos acompañados de salsas cremosas, tipo meunier, beurre blanc o pil-pil, aunque también encuentro fascinante el 1 Tal de Seckinger. Aquí nos encontramos vinos secos, minerales, grandes y de enorme persistencia aromática.

Si buscamos sorprender (o en su defecto, un enfrentamiento cara a cara con el cuñade de turno), un riesling kabinett de primera categoría puede ser un gran acompañante de un cochinillo al horno. El Kabinett es algo dulce, pero con una acidez elevada, vibrante, que equilibra el dulzor del vino. Aquí podemos tirar la casa por la ventana e intentar conseguir -y pagar- un Scharzhofberger Kabinett de Egon Müller, o si no un Goldtröpfchen Kabinett de Reinhold Haart también puede funcionar bien. No temáis que estos vinos tengan varios años en botella, sobrevivirán y estarán aún mejores.

Por último, podéis acompañar el postre con un difícilmente pronunciable trockenbeerenauslese, un vino de vendimia tardía, dulce, de color oro, intensamente complejo, con postres a base de fruta, cremas o chocolate blanco. Los vinos de Wittmann o de Georg Breuer son apuestas seguras. En estos vinos encontramos seductores aromas de mermelada de albaricoques, corteza de cítricos, notas de chocolate blanco y caramelo. Son de otro mundo.

Cada uno de estos vinos, de distintos productores, de distintas zonas y de distintos estilos, son capaces de mostrar ese sentido de pertenencia del que hablábamos al inicio. Y sí, tal vez la riesling fuera de Alemania, Austria y Alsacia se muestre plana, olvidable, absurda como un belga por soleares, que decía Sabina; pero cuando procede de su casa, de su frío reino del Rin y el Mosela, pocos vinos pueden sostenerle la mirada.

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